Después de muchos (¡muchísimos!) meses arreglando papeles, por fin tenemos fecha para casarnos.
Comenzamos el papeleo en verano. Nos presentamos muy contentas en el ayuntamiento de nuestro pueblo y, prácticamente, les anunciamos la boda. A los funcionarios les pareció una noticia estupenda, y entendieron que ya teníamos resuelto el expediente judicial. ¿Expediente? ¿Qué expediente? Aquel día aprendimos que, antes de poder casarse, un juez debe examinar los datos de los contrayentes para darles permiso. Era la primera noticia que teníamos sobre el tema, nosotras y la mayoría de la gente que conocemos (incluidos los casados por la Iglesia).
Así que, con las mismas, nos fuimos al juzgado. Allí nos dijeron que en verano no daban cita para estos eventos, por lo que deberíamos volver en septiembre. Volvimos en septiembre y, antes de explicarnos el proceso, tuvo lugar una de esas anécdotas bochornosas que quedarán para los anales de nuestra historia:
— Así que os queréis casar —dijo la funcionaria—. ¿La dos?
— Sí —respondimos nosotras, un tanto extrañadas—... ¡la una con la otra!
Quizá fueron los nervios del momento, pero nos pareció un equívoco graciosísimo y nos pusimos a reír a carcajadas. A la funcionaria no pareció hacerle ninguna gracia, ya que no se dignó siquiera a sonreírnos y nos explicó el procedimiento en un tono muy serio. Pensándolo después, esta actitud me pareció profundamente irrespetuosa. ¿Qué se pensaba que éramos? ¿Dos amigas muy amigas que pretendían casarse el mismo día? Por si esto fuera poco, la cita que nos dieron para iniciar el expediente (¡solo para iniciarlo!) iba a tener lugar unos cuantos meses después... ¡En febrero!