Cuanto más tiempo pasa, más extraño me parece hablar del embarazo. Miro las fotos de la tripa y mi cuerpo me resulta ajeno, como si esa no fuera yo. Y no termino de entender por qué me pasa. Como últimamente el cerebro me funciona a medio gas, me quedo con la idea de que fueron muchos años luchando por algo que duró tan solo unos meses, que se hizo largo por momentos pero que, una vez concluido, parece haber pasado en un abrir y cerrar de ojos.
Las semanas que ahora comento fueron mucho más positivas que las anteriores. De pronto, el embarazo pareció encarrilarse y coger velocidad. Cada día dejó de ser una agonía y yo volví a recuperar un poco de la fuerza y el ánimo perdidos... aunque la seguridad en mí misma sufriera nuevos varapalos.
Para empezar, la semana 33 me sorprendió con una notable mejoría en las contracciones. Después de quince días de reposo relativo y progesterona, por fin dejé de sentirlas cada hora y empecé a estar cómoda sentada o de pie durante periodos más largos. Quiero hacer hincapié en esto por si alguien que me lee pasa por algo parecido: la progesterona y el reposo no obran milagros. Funcionan, pero no de la manera inmediata en que lo harían otras medicaciones más fuertes, así que hay que tener paciencia. Lo cual es muy fácil de decir a toro pasado, pero prácticamente imposible de cumplir en el momento (!).
En cuanto alcancé la semana 34, me quedé mucho más tranquila: esas semanas críticas sobre las que me había advertido mi ginecóloga (que fueron la causa principal del reposo) habían pasado. Las perspectivas de un parto prematuro eran mucho más halagüeñas, y aunque yo esperaba llegar, al menos, a la semana 36, me conformé con haber conjurado el mayor peligro.
No obstante, seguía convencida de que el parto se adelantaría. De hecho, me convencí mucho más cuando empecé a notar un nuevo síntoma que me acompañaría hasta el último día: los dichosos calambres en la ingles. Sentí el primero justamente el día que cumplía las 34, y casi me desmayo del dolor y del susto. Después supe que, con toda probabilidad, eran la consecuencia de que la pequeña se estuviera encajando en el canal del parto, pues algunos bebés se toman su tiempo para hacerlo, y la mía estaba entre ellos.
En esta semana tuvimos una nueva ecografía de control. Para mí había sido como una línea de meta imaginaria que, durante las semanas de reposo, me parecía imposible llegar a cruzar. Lo que no me esperaba recibir, una vez alcanzada, era algo tan diferente a la tan esperada enhorabuena.
La ginecóloga empezó preguntándome qué tal me encontraba y yo le comenté mi mejoría con respecto a las primeras semanas de reposo, que tan duras me habían parecido.
La ginecóloga empezó preguntándome qué tal me encontraba y yo le comenté mi mejoría con respecto a las primeras semanas de reposo, que tan duras me habían parecido.
–¡Pero tampoco habrás estado todo el día tumbada...!
¿Perdona? Hasta donde yo sé, el reposo relativo implica estar todo el día tumbada, excepto para ir al baño y ducharse, que es lo que lo diferencia del reposo absoluto. Y si lo sé no es porque recibiera ninguna explicación el día que fuimos a urgencias (más allá de la prohibición de hacer deporte que tanto me impactó), sino porque estuve investigando por mi cuenta, ya que solo contaba con un informe en el ponía "reposo relativo".
El caso es que empezó a echarme una charla de lo malo que era estar todo el día tumbada a esas alturas del embarazo, y más sufriendo SAF y diabetes gestacional, como era mi caso. Yo no daba crédito, así que traté de defenderme (defenderme por haber cumplido su prescripción, que tiene guasa) explicándole que, realmente, durante las primeras semanas no podía estar ni siquiera incorporada, que me mareaba y sentía contracciones muy seguidas. Pero ella insistía: que estar tumbada era malísimo porque así nunca me pondría de parto.
Yo alucinaba. O sea, que me paso unos meses feliz y activa, haciendo pilates y natación para embarazadas precisamente para controlar el SAF y la diabetes, y vienes tú y me dices que se acabó lo que se daba, yo me hundo en la miseria del sofá y a punto estoy de tirarme por un puente... ¡¿y ahora resulta que qué mal lo he hecho todo, que no he entendido una prescripción que debía de estar en un idioma desconocido, porque en castellano significa justamente lo que yo había entendido?! En fin.
Por suerte, la exploración nos dio una tregua, ya que nuestra niña estaba estupenda: ya pesaba 2,100 kg, lo que se correspondía con un percentil 40. Esto me dejó muy tranquila porque uno de mis miedos al principio del reposo había sido el de coger demasiados kilos, por si eso conllevaba que la pequeña se convirtiera en ese bebé macrosómico sobre el que tanto me habían advertido; algo que, afortunadamente, no ocurrió. Como en las ecografías anteriores, seguía con su cabecita bien hundida en mi cuerpo, aunque, durante unos segundos, conseguimos ver su perfil. La ginecóloga nos dijo que tenía unos buenos mofletes, y aunque nosotras no alcanzamos a verlos, cuando nació pudimos comprobar que así era :)
Después de salir de aquella citacon cara de gilipollas bastante confusa en lo que al reposo se refiere, pasé lo que me quedaba de la semana 34 y toda la semana 35 intentando recuperar algo de actividad, aunque no demasiada, puesto que debía mantener el reposo hasta la semana 37. La verdad es que me resultaba muy difícil encontrar ese "justo medio" al que mi ginecóloga parecía referirse, pues seguía convencida de que, si me pasaba, el bebé se me escurriría piernas abajo.
Por suerte, algo debí de hacer bien (o mal) y, estando de 35+6, pude dejar, de nuevo, la progesterona. Parecerá exagerado, pero esta vez también sentí el terror de la anterior, y eso que ya me encontraba casi a término y sin apenas peligro para mí bebé. Queda comprobado que, además de todos los síntomas horribles, la progesterona provoca una dependencia emocional terrorífica.
Después de salir de aquella cita
Por suerte, algo debí de hacer bien (o mal) y, estando de 35+6, pude dejar, de nuevo, la progesterona. Parecerá exagerado, pero esta vez también sentí el terror de la anterior, y eso que ya me encontraba casi a término y sin apenas peligro para mí bebé. Queda comprobado que, además de todos los síntomas horribles, la progesterona provoca una dependencia emocional terrorífica.
En la semana 36, tuvimos una nueva ecografía de control. Esta vez, además, estuve veinte minutos en monitores, y solamente noté una contracción: algo muy diferente al inicio de mi reposo, cuando podía sentir dos o tres en el mismo periodo de tiempo. La pequeña seguía estupendamente y ya pesaba 2,700 kg, así que el peligro había pasado. En esta ocasión, su cara ya era completamente invisible, pero, a cambio, pudimos ir viendo otras partes de su cuerpo: una mano por aquí, una oreja por allá, un pie por acullá... ¡Todo un picasso!
La visita, sin embargo, se estropeó al final. Mientras la ginecóloga me entregaba las recetas y nosotras cogíamos los abrigos, nos comentó, como de pasada, que si no me ponía de parto antes de la semana 40, me lo inducirían. "Es el protocolo para el SAF", me dijo. Y se quedó tan ancha.
Reaccionamos cuando ya estábamos en el pasillo. ¿Qué ha dicho de inducir el parto? ¿Inducir el parto? ¿Por qué? Y ahí empezó una pesadilla que me acompañó durante el resto del embarazo. La seguridad que tenía en que, ¡otra cosa no!, pero ponerme de parto sería sencillo (¡para una seguridad en mí misma que me quedaba! ¡para algo bueno que tenía haber sufrido una amenaza de parto prematuro!), de pronto, ¡pop!, estalló en el aire.
Así fue como pasé de tener miedo a ponerme de parto a tener miedo a no ponerme de parto. Lo que me había dado tranquilidad en las semanas anteriores (aguantar el reposo, que las contracciones se espaciaran, completar el tratamiento de progesterona), ahora me aterrorizaba. ¿Habría sido demasiado el reposo? ¿No deberían volver las contracciones? ¿Quizá tendría que haber dejado la progesterona antes? Suena desquiciante, ¡lo sé! Porque fue desquiciante.
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