Después de perder mi tercer embarazo, he pasado un duelo muy profundo. No puedo decir si ha sido peor o mejor que
el de mi primer aborto, porque, aunque parezca extraño, las circunstancias son muy distintas. Solo sé que han sido
tardes y tardes, semanas, meses enteros de tristeza, angustia, ganas de tirar todas las toallas, dolor, rabia y desesperación.
Siendo como soy una persona que ha sufrido una depresión, también he pasado mucho miedo. Miedo de volver a caer, de tener que frenar nuevamente todos los proyectos de mi vida para curarme, miedo de verme otra vez convertida en un cuerpo sin alma a quien no le importaría no levantarse mañana. Mi experiencia, no obstante, me ha enseñado que la depresión también se supera; la cuestión, sencillamente, es que no me apetece. No me apetece tener que superar eso, otra vez, también. Sin embargo, sé que la tristeza que se prolonga demasiado deja de ser adaptativa, y por momentos procuré asumir que, por más que me jodiera, probablemente estaba pasando. Y que, si así era, tendría que aceptarlo.
Y de pronto, un buen día de diciembre, cerca ya del fin de año, ¡pop! La botella de mi dolor se descorchó. De buenas a primeras, toda la tristeza retenida, la rabia, la desesperación, las pocas ganas de seguir luchando... salieron disparadas como champán agitado, dejándome apenas unos posos amargos.
Creía que me había vuelto loca, que es la hipótesis que manejo últimamente sobre casi todo. La sensación fue tan brutal, tan repentina, que temí que no fuera sino la otra cara de la depresión, como la euforia lo es de la ansiedad. A pesar de que el cielo encapotado se había despejado de repente, no me atreví a disfrutar de los rayos del sol hasta que no me acordé del calendario.
El calendario. Casi sin atreverme a mirar, fui contando las semanas de mi no-embarazo. Y mis sospechas se vieron confirmadas.
Tal y como me ocurrió la primera vez, se habían cumplido veinte semanas, el tiempo que, por alguna razón que se me escapa, necesita mi cuerpo para recuperar su equilibrio hormonal.
Entendí entonces que, además de haber estado inmersa en el duelo que naturalmente se pasa tras un aborto, también había estado expuesta a un terremoto hormonal. El terremoto que sufre mi cuerpo tras vivir la secuencia tratamiento-embarazo-aborto. Sé que esto no les pasa a todas las mujeres, pero algunas, quizá las más sensibles a los procesos hormonales, llegamos a vivir un pequeño puerperio.
La primera vez que leí sobre ello fue en el libro
Las voces olvidadas. Me encantó reconocer en él muchas sensaciones que yo había interpretado como síntomas de alguna clase de enajenación mental transitoria. Porque no lo eran: eran los síntomas de mi cuerpo recuperándose de manera natural, de la misma manera en que lo habría hecho si hubiera llegado a sostener a mi bebé entre los brazos, pero muchas semanas, demasiados meses antes.
Ahora entiendo que he vuelto a pasar por lo mismo, reinterpreto mi malestar de los últimos meses, acepto el bienestar sobrevenido, las nuevas fuerzas y las nuevas ganas que tanto miedo me dieron al principio. Volvió a ocurrir, volví a caer y me he vuelto a levantar. Mi cuerpo y mi mente son fuertes y me van a seguir acompañando, aunque ni yo misma me lo crea, aunque no dé crédito ya después de tantísimas putadas.
Porque vamos a seguir dando la batalla :)