sábado, 23 de enero de 2016

Decidimos decidir


Una de las fuentes de mayor negatividad en la búsqueda de nuestro embarazo ha sido sentir que no controlábamos ningún aspecto del proceso. Que nos veíamos obligadas a hacer cosas sobre las que no habíamos podido tomar ninguna decisión.

Tuvimos que acudir a una clínica de reproducción asistida privada porque así lo dictan las leyes. Las que (paradójicamente) amparan nuestro modelo de familia, y también las que lo discriminan. En un mundo ideal, desde luego, habríamos escogido otro camino: no solo para lograr nuestro embarazo sino, principalmente, para configurar nuestra familia por y para nuestros hijos.

Tampoco sentimos que contaran con nosotras para elegir los tratamientos. No me refiero a que nos impusieran un tratamiento que no quisiéramos seguir, pues, evidentemente, nuestro consentimiento es un requisito moral y legal que no nos han hurtado (ni nos habrían podido hurtar) en ningún momento. 

Me refiero a que no nos han explicado todas las alternativas (con sus pros y sus contras adaptados a nuestro caso particular) para que nosotras pudiésemos elegir el protocolo. Muy al contrario, se nos ha aplicado un protocolo estándar, el mismo que siguen la mayoría de las mujeres que acuden a reproducción asistida.

Hasta donde yo sé, todos los médicos hacen esto, y lo hacen con buena fe: procuran empezar por los tratamientos menos invasivos para ir aumentando la complejidad según sea necesario. Desde un punto de vista estrictamente racional, resulta un planteamiento impecable; pero yo creo que cometen un error bastante grave: no implicar a los pacientes en la toma de decisiones.


Para los médicos, los pacientes seguimos siendo pacientes. O, como mucho, clientes, porque no solo acatamos sus decisiones, sino que encima las subvencionamos. Pero los pacientes nos estamos convirtiendo, les guste o no, en agentes de nuestros propios tratamientos. Y más en el caso de la reproducción asistida. 

Por tanto, los médicos no pueden dar por hecho que nuestro orden de tratamientos preferido también es el que va de menor a mayor complejidad. Porque la complejidad no reside exclusivamente en las técnicas aplicadas, sino también en los costes, económicos y emocionales, y en los valores que estas técnicas implican. 

En nuestro caso particular, por ejemplo, creo que, junto a la inseminación artificial y la FIV, debido a mis posibilidades de éxito reales como mujer con SOP, el método ROPA debería haber estado encima de la mesa desde el principio. Aunque siempre he sido yo quien ha querido quedarse embarazada, eso no implica que tuviera que hacerlo con mis óvulos. Así que habría estado bien que, desde que me diagnosticaron, hubieran incluido la posibilidad de utilizar los óvulos de Alma. Quizá habríamos seguido el mismo camino, pero al menos, lo habríamos hecho conociendo todas las opciones y sabiendo a lo que nos arriesgábamos.

Puede que haya quien considere que somos nosotras las que tendríamos que haber venido con estas posibilidades aprendidas de casa. Al fin y al cabo, la FIV o el método ROPA no nos eran desconocidos. Pero no es tan sencillo. Elegir un tratamiento de reproducción asistida no es como comprarse una camiseta. Hay muchos aspectos que los pacientes desconocemos, y necesitamos contar con el apoyo de los médicos. Al igual que ellos no deberían decidir sin nosotros, nosotros no podemos decidir sin ellos. La labor debería ser conjunta y no lo es: los médicos te guían a través de un protocolo que consideran que es el mejor para ti, sin haberte preguntado antes por tus preferencias.

En este sentido creo que, tanto en las clínicas de reproducción asistida como en la sociedad en general, todavía no se ha asumido el verdadero reto que implican los modelos de familia alternativos. Las parejas lesbianas, por ejemplo, nos relacionamos de otra manera con los vínculos genéticos, ya que, por motivos obvios, tendemos a ser mucho menos conservadoras con ellos. 

Así, nosotras debemos incorporar, desde el principio, la adopción de gametos, pues necesitamos un donante masculino. También hacemos lo mismo con la renuncia genética, ya que, por el momento, no existe la posibilidad de que dos mujeres se vinculen genéticamente con el mismo embrión. Por eso, los tratamientos que obvian los vínculos genéticos, como la adopción de embriones, también deberían contemplarse desde el primer momento. En este caso, paradójicamente, constituyen un método mucho más sencillo y económico que otros que se proponen con anterioridad, como la FIV.

Pero lo hecho, hecho está. No me arrepiento exactamente del camino que hemos recorrido, porque es el que nos ha llevado hasta donde estamos ahora. Con mis reflexiones solo busco plantear algunos cambios que considero necesarios para mejorar la experiencia en reproducción asistida.

Y las primeras que cambiamos somos nosotras. Hoy conocemos (casi) todas las alternativas. Hoy sabemos, hasta donde es posible saberlo, mis posibilidades reales de embarazo con cada tratamiento. Se acabó el preguntarles a los médicos qué creen que debemos hacer. Se acabó el dejarnos guiar por un protocolo que no tiene en cuenta nuestras preferencias.

Lo hemos pensado durante mucho tiempo y, al final, hemos decidido decidir.

Buscaremos una clínica donde nos ayuden a conseguir lo que nosotras queremos, no donde nos convenzan de intentar lo que a ellos les parezca mejor.

Es nuestra familia, son nuestros cuerpos.
Tiene que ser nuestra decisión.
   

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