He recuperado el equilibrio de mi vida cotidiana. La perspectiva de la adopción ha calmado mi miedo a no poder ser madre si no me quedo embarazada, y la renuncia a mi genética me ha devuelto una medida proporcionada del tiempo. Además, estoy disfrutando de los efectos beneficiosos de la píldora, y mi rutina se ha llenado de proyectos, de momentos que espero con alegría, de calma.
El otro día, sin embargo, ocurrió algo que me desestabilizó por completo. No fue nada especial, apenas una anécdota como cualquier otra; pero me recordó que un dolor sigue doliendo aunque permanezca agazapado: tan solo hay que esperar la ocasión adecuada para que salga a la superficie.
Estaba en mi clase de Pilates. Llevaba un tiempo con la mosca detrás de la oreja porque la profe había modificado un par de veces los ejercicios a una compañera. Y ese día mis sospechas se vieron confirmadas. Mientras repetíamos un ejercicio, la profe se acercó a la chica discretamente y mis orejas se desplegaron como antenas parabólicas.
–¿De cuánto estás ya? –le preguntó susurrando.
–De trece semanas y media –contestó ella.
LO SABÍA.
Llegué a casa destrozada, hundida. ¡Otra vez una embarazada en mi clase de Pilates! La dos últimas salían de cuentas cuando habría salido yo si mi segundo embarazo no hubiera acabado en un bioquímico. Y una de ellas era mi anterior profesora (!).
Me jode porque ellas, sin despeinarse, hacen dos o tres cosas juntas que quizá yo nunca pueda hacer: la primera, quedarse embarazadas; la segunda, hacer ejercicio durante el primer trimestre; y la tercera, no tener miedo a hacerlo. Esta última me la he inventado, pero no creo que lo tengan porque, de lo contrario, supongo que no lo harían como lo hacen: esforzándose con normalidad hasta el punto de hacerme dudar de mis propias intuiciones.
Yo no sé si podré quedarme embarazada, pero con mis antecedentes, dudo que me permitan hacer ejercicio durante los tres primeros meses. Y si acaso me lo permiten, o si ni siquiera lo pregunto, me parece imposible que me atreva a hacerlo, porque me sentiré paralizada por el terror a sufrir otra pérdida. Tal vez pueda quedarme embarazada ahora que he renunciado a mi genética, pero es difícil que tenga un embarazo "normal"; y, además, es casi imposible que lo viva sin miedo.
Aun así, saber que el mundo sigue girando aunque yo no pueda hacerlo, me llena de rabia. Rabia que me empuja a seguir buscando, a seguir intentándolo. Aunque casi no pueda, incluso aunque sienta que no quiero. Por eso he entendido que esa rabia, que nace de un dolor aparentemente adormecido, es un estupendo combustible para el alma.
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