Nuestra preciosa gata. |
Estoy sentada en mi mesa, corrigiendo exámenes como si no hubiera mañana. Llega la gata y, de un salto sigiloso, se planta sobre las hojas blancas. Yo la cojo con suavidad y la bajo de la mesa, justo por el lado contrario al que se ha subido. Ella da la vuelta por detrás de la silla y vuelve a trepar encima de la mesa, con el objetivo de sentarse en mi regazo. Yo la bajo de nuevo, explicándole dulcemente que hoy no puede ser. Ella da la vuelta por detrás de la silla y, de un salto, se sube de nuevo. Yo la bajo sin mediar palabra. Ella vuelve a subir. Yo la bajo gritando, le digo que es una pesada, que me deje en paz, que estoy agobiadísima, que ahora mismo no puedo acariciarla, que se busque la vida, que se vaya. Ella da la vuelta por detrás de la silla y se sube de nuevo. Yo la miro con pena. La acaricio un poco, porque la vida no consiste en trabajar y sí en disfrutar de los buenos momentos. Dejo que baje a mi regazo. Intento seguir corrigiendo. La gata me muerde la muñeca porque quiere atención exclusiva. Yo resoplo y la empujo hacia el suelo. Ella da la vuelta por detrás de la silla y se vuelve a subir. Y así en un bucle infinito, hasta que la gata se cansa (milagrosamente) o yo me harto y le doy con la puerta en las narices (algo mucho más probable).
Después pienso sobre esta escena y siento que, en el fondo, admiro a mi gata. Esa es la actitud correcta ante la vida, me digo. Insistir e insistir cuando quieres algo. Aunque no lo consigas. Aunque te lleves empujones, gritos y blasfemias por el camino. Porque disfrutar de una mínima caricia u ovillarte apenas unos segundos en un cálido y mullido regazo... merece la pena.
Un rato después, vuelvo sobre la misma escena. No, sin duda esa NO es la actitud correcta. Insistir e insistir en algo imposible simplemente porque no te da la gana de entender que no puedes conseguirlo, llevándote empujones, gritos y blasfemias por el camino, quedándote con la miel en los labios tras disfrutar de una mínima caricia o de tu cuerpo hecho un ovillo en un cálido, mullido y cruelmente fugaz regazo.
Y así sigo, en un bucle infinito, preguntándome si llegará el momento en que me canse (milagrosamente) o será la vida quien se harte y me dé con la puerta en las narices (algo mucho más probable).
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