miércoles, 30 de julio de 2014

Historia de mis ovarios poliquísticos



La primera vez que me diagnosticaron el síndrome de ovarios poliquísticos tenía veintitrés años. Acudí a mi ginecóloga (que por entonces era privada) con un susto tremendo, porque en solo un mes me había venido la regla dos veces y en cantidades obscenas, dejándome por los suelos. Además, en más o menos el mismo tiempo sufrí un brote inenarrable de acné (hasta algún profesor de la Universidad habló conmigo por lo llamativo del tema, haciéndome pasar una vergüenza infinita) y se me estaba cayendo el pelo. Yo no sabía si todos estos síntomas estaban relacionados entre sí (que lo estaban) ni cuál era su causa, pero fue tal el miedo que pasé ante aquel terremoto somático que, después de un año siendo vegetariana, volví a la dieta omnívora sin que nadie me lo aconsejara, por si acaso.

Los médicos suelen jactarse de diagnosticar el síndrome de ovarios poliquísticos con tan solo mirarte a la cara, porque la mayoría de sus síntomas externos, para desgracia de quienes lo padecemos, son evidentes. Es algo que me ha pasado varias veces, y también conozco a otras chicas muy cercanas a las que les ha ocurrido. Sin embargo, sus aciertos terminan ahí; tras el diagnóstico, llega el aluvión de sandeces que, generalmente, te solucionan poco o nada.



No sé a qué iluminado se le ocurrió llamar a este síndrome "de ovarios poliquísticos". Cuando a mí me lo diagnosticaron por primera vez, me asusté mucho al pensar que tenía un problema ginecológico grave. Y no lo es: ni se trata de un problema ginecológico (lo ginecológico son algunas de sus consecuencias, y no necesariamente las más evidentes o graves) ni (por sorprendente que parezca) tienes ningún quiste en los ovarios (!). Con el tiempo he conocido otros nombres, como el de "síndrome metabólico", mucho más acertados, ya que este problema lo pueden sufrir también los hombres (y me temo que la nomenclatura de "ovarios poliquísticos" resulta difícil de compartir).

Para confirmar el diagnóstico, la ginecóloga me pidió una ecografía vaginal. Era la primera que me hacía en mi vida, y la última que me hice en mucho tiempo, pues fue una experiencia traumática que no se la deseo ni a mi peor enemiga. Empezando porque no sabía a lo que iba y terminando por el poco respeto y tacto que tuvo el doctor que me la hizo (algo que, afortunadamente, nunca me ha vuelto a pasar). Tan terrible fue la experiencia que recuerdo haberme ido caminando al trabajo de mi madre para que me acompañara a casa porque no me atrevía ni a coger el metro de lo que me temblaban las piernas.

Aquella ecografía, al menos, sirvió para evidenciar lo que mi ginecóloga ya suponía: que mis ovarios estaban repletos de folículos (que no quistes) y que mi endometrio se había engrosado (de ahí la abundancia de las reglas). Generalmente, a esta prueba le suele acompañar un análisis hormonal (y de otros parámetros no hormonales, mucho más relevantes), pero a mi ginecóloga no le pareció pertinente (!).

Todavía recuerdo lo que me respondió cuando le pregunté cómo iba a afectar todo esto a mi capacidad reproductiva. "No te preocupes", me dijo. "Igual que ahora te voy a mandar unas pastillas para inhibir tu ovulación, después de tomarás otras para ovular correctamente. Eso es todo". A mí todo aquello me sonaba a rayos. ¿Pastillas para no ovular y pastillas para ovular? ¿Y eso no se consideraba grave...? 

Como colofón, me soltó una perlita a la que ahora no doy crédito: "Además, los ovarios poliquísticos son un problema de los ovarios jóvenes. En cuanto pases de los treinta, todo esto se habrá normalizado". Lo llamo "perlita" porque es verdad que los síntomas ginecológicos van remitiendo con el tiempo (evidentemente, tras la menopausia ya no te preocupas por la ovulación); pero el síndrome en sí mismo, como he sabido recientemente, empeora (y puede hacerlo mucho) con la edad.

Como casi todas las mujeres jóvenes a las que se les diagnostica este síndrome, comencé tomando la píldora. En algo más de seis meses, todos los síntomas habían remitido: mis reglas volvieron a ser puntuales (e incluso escasas), el acné despareció y mi pelo volvió a recuperar su fuerza. Después de un año y medio, me sentía tan bien que le planteé a la ginecóloga dejar el tratamiento, porque no me gustaba la idea de vivir atada a una pastilla. 

A ella le sorprendió bastante, pues la mayoría de las chicas suelen estar encantadas con "solucionar" el problema y, además, aprovechar la píldora como anticonceptivo. Por aquel entonces, no me atreví a explicarle por qué a mí la parte anticonceptiva no me interesaba, pero le insistí en mi intención de dejar las pastillas. A ella le pareció bien, aunque me hizo una advertencia: "Este síndrome no se cura. En cuanto dejes la píldora, empezará todo otra vez". 

Y así fue. De nuevo el acné, la caída de pelo y la regla haciéndome extraños. Aguanté lo que pude y, al final, volví al tratamiento y no lo dejé durante varios años.

Acababa de cumplir los veintiocho cuando decidí pedir una segunda opinión. Empezaba a sentir que había llegado el momento de formar una familia y me pareció adecuado consultar mi caso con otro médico. Hasta entonces, había tenido que cambiar varias veces de píldora, porque no me sentaban muy bien (cefaleas, síndrome postmenstrual, reglas muy muy escasas), y además, cada vez me recetaban marcas más caras. 

Así que acudí a un ginecólogo de la Seguridad Social que, tras hacerme una ecografía con todo el tacto de mundo (y no cobrarme por ella), se dispuso a dejarme boquiabierta. "No tienes ovarios poliquísticos. De hecho, tus ovarios ni siquiera tienen la morfología típica de los poliquísticos. Puedes dejar la píldora cuando quieras". Mi cara era, seguramente, un poema. ¿Y el diagnóstico anterior? ¿El acné? ¿El endometrio engrosado? ¿Aquel episodio (único, es verdad) de la regla cada quince días? ¿Qué había pasado...?

Pero cuando un médico te da una buena noticia, quieres creer en ella, así que le creí. ¿Los ovarios poliquísticos? ¡Un mal sueño! Dejé la píldora y me dispuse a emprender mi aventura familiar. El acné volvió, el pelo se me cayó más que nunca, pero como mis reglas eran normales (aunque abundantes y dolorosas, incluso incapacitantes, como lo habían sido siempre) y tenía un diagnóstico médico, aguanté. Además, pensaba que volver a la píldora sería una piedra en el camino hacia mi maternidad, así que, cada vez que me venía abajo y dudaba, me decía a mí misma: "Ya está cerca. ¡Un poquito más!".

Un año después, volví al ginecólogo para comprobar que todo seguía bien. Y todo seguía bien, incluso después de un análisis (esta vez sí) hormonal. "¿Y el acné?", le pregunté. "No tiene origen ginecológico", me respondió. "Ve a un dermatólogo". "Entonces, ¿podría tener hijos?", le pregunté. "Claro que sí. ¡Inténtalo!". Y yo me fui de allí más feliz que un regaliz.

La aventura con la dermatóloga fue una bofetada de realidad. Prácticamente según entré por la puerta me dijo: "Tu acné tiene origen hormonal. Deberías ir al ginecólogo". Para bien o para mal, me empeñé en hacer un par de tratamientos dermatológicos (que tuvieron éxito mientras duraron, como con la píldora), porque, ¡oh, destino!, fue precisamente el ginecólogo el que me había mandado allí.

¿Qué estaba pasando? Bueno, como ya he explicado antes, el síndrome de ovarios poliquísticos no implica tener quistes en los ovarios. Los quistes son algo más o menos estable que se puede observar en cualquier momento del ciclo menstrual. Los folículos (que son lo que se nos multiplica cuando tenemos este síndrome) son algo que crece y decrece hasta desaparecer a lo largo del ciclo menstrual. Por eso, solamente son fiables las ecografías que te hacen al principio del ciclo menstrual, entre el tercer y el quinto día. Hasta que llegué a la clínica de reproducción asistida, a mí nunca me habían hecho ecografías en estos días, sino en cualquier otro. Y mis ovarios (esto no les pasa a todas las chicas con el síndrome, pero a muchas sí) son perfectamente "normales" el resto del ciclo. 

¿Y cómo no sabe esto un ginecólogo? Esta y otras muchas preguntas también me las hago yo.

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