La primera vez que me diagnosticaron el síndrome de ovarios poliquísticos tenía veintitrés años. Acudí a mi ginecóloga (que por entonces era privada) con un susto tremendo, porque en solo un mes me había venido la regla dos veces y en cantidades obscenas, dejándome por los suelos. Además, en más o menos el mismo tiempo sufrí un brote inenarrable de acné (hasta algún profesor de la Universidad habló conmigo por lo llamativo del tema, haciéndome pasar una vergüenza infinita) y se me estaba cayendo el pelo. Yo no sabía si todos estos síntomas estaban relacionados entre sí (que lo estaban) ni cuál era su causa, pero fue tal el miedo que pasé ante aquel terremoto somático que, después de un año siendo vegetariana, volví a la dieta omnívora sin que nadie me lo aconsejara, por si acaso.
Los médicos suelen jactarse de diagnosticar el síndrome de ovarios poliquísticos con tan solo mirarte a la cara, porque la mayoría de sus síntomas externos, para desgracia de quienes lo padecemos, son evidentes. Es algo que me ha pasado varias veces, y también conozco a otras chicas muy cercanas a las que les ha ocurrido. Sin embargo, sus aciertos terminan ahí; tras el diagnóstico, llega el aluvión de sandeces que, generalmente, te solucionan poco o nada.