miércoles, 1 de julio de 2020

Causas de infertilidad y COVID-19


Menuda pareja la del título, ¿verdad? Por un lado, la infertilidad, esa tragedia íntima que las mujeres tendemos a vivir de manera personal desde tiempos inmemoriales. Por otro, la enfermedad del momento, causante de una pandemia mundial que, en mayor o menor medida, nos afecta a todos los seres humanos. ¿Acaso dos condiciones tan aparentemente distanciadas pueden estar relacionadas? La respuesta, por desgracia, es afirmativa.

Personalmente, reconozco que no le presté ninguna atención a la pandemia hasta aquella tarde de lunes en que Alma llegó a casa del trabajo y me dio la noticia de que cerraban los centros educativos. Aun entonces, pasado el primer impacto, la situación me parecía una simple extravagancia que duraría quince días. La cosa se puso mucho más fea cuando empezó la cuarentena, sobre todo porque tener a mi hija encerrada en casa me preocupaba bastante. Pero, durante varias semanas, seguí pensando que todas las medidas de seguridad las tomaba, de manera altruista, para proteger a los más débiles: en su mayoría, personas mayores como mis suegros o mis padres. Ya que yo, mujer "sana" menor de cuarenta, apenas sufriría una "gripe extraña" si me infectaba.

Al poco tiempo, sin embargo, un artículo del periódico me introdujo en el hasta entonces desconocido mundo de las "patologías previas". Empecé a leerlo por pura curiosidad, pero lo que descubrí me inquietó bastante: entre las variables que aumentaban el riesgo de padecer un cuadro grave (poco más que la edad y el género por aquel entonces), se hacía mención, casi de pasada, a los trastornos en la coagulación de la sangre.

No me lo esperaba. No esperaba encontrar ningún indicio de pertenecer a un grupo de riesgo. Pero así es: según ha ido avanzando el conocimiento que se tiene sobre la enfermedad, he ido descubriendo que sufro varias de esas "patologías previas" de las que la mayoría de la gente parece sentirse a salvo. 

No escribo esta entrada para asustar a nadie; tampoco quiero azuzar ninguna polémica, ni siquiera abrir un debate. La escribo porque siento la responsabilidad de  compartir lo que sé con otras mujeres que pudieran tener el mismo riesgo que yo.

Y para reivindicar, una vez más, que la infertilidad es más que un drama lorquiano: es UNA ENFERMEDAD. Una enfermedad ninguneada, minusvalorada, relegada a mero "capricho", a "cosas de mujeres". Porque creo que, precisamente ahora que la Ciencia vive un momento de humildad autoimpuesta, de solidaridad obligada, se dan los requisitos necesarios para que se escuche nuestra voz.

lunes, 25 de mayo de 2020

Nuestro expediente de adopción cumple cinco años


Era viernes por la tarde, uno de esos viernes de antes, de cuando la vida era normal o, al menos, de cuando disimulaba su imprevisibilidad con eficacia. Bailábamos las tres en el cuarto de la niña, riendo, bromeando. Disfrutando de lo que, por aquel entonces, era todavía una actividad esporádica. De pronto, llamaron al telefonillo y, extrañamente, fui yo quien se acercó a contestar. Al otro lado, la cartera me avisó de que traía una notificación.

–Tía, creo que nos han puesto una multa.
–¿Una multa? ¡No me jodas!
–¿Te ha pasado algo con el coche?
–Pues... ahora que lo dices... creo que el otro día me salté un semáforo. Estaba en ámbar y aceleré... Puede que lo pasara en rojo. 
–Joder... ¡verás! ¡Doscientos euros que nos cascan! Con lo bien que nos viene...
–Lo siento... Si es que a veces voy como loca...
–Aunque, ahora que lo pienso... El otro día pisé un poco más de la cuenta el acelerador y, en la esquina del instituto, estaba la Guardia Civil.
–¡¿La Guardia Civil?!
–No me pararon ni nada... Pero lo mismo me echaron una foto... 
–Tía... ¡doscientos euros! ¡La madre que nos parió...!

(Cuando estaba embarazada de seis meses, la policía local me puso una multa de doscientos euros por desacato a la autoridad. Los motivos concretos no vienen al caso, pero el trauma que nos causó es más que evidente).

La cartera no necesitó llamar al timbre. En cuanto oímos el ascensor, nos agolpamos en la puerta, deseosas de saber quién había tenido la culpa. Al ver la notificación, sin embargo, me eché a reír como una posesa.

–NO ES UNA MULTA.

La cartera no pudo evitar sonreírme, entre divertida y asustada.

–Es que creíamos que era una multa, ¿sabes?

Alma también me miraba sin entender nada.

–Pero no es una multa –seguí, para mí misma–. Es de los servicios sociales.

domingo, 2 de febrero de 2020

Seis meses con la regla


Cuando se iban a cumplir dos años de la célebre Fecha de Última Regla (FUR) y mi hija tenía quince meses, la menstruación volvió a llamar a mi puerta.

Reconozco que llevaba esperándola mucho tiempo. Tres meses después del parto, empecé a notar movimiento en los ovarios. Y creí que, con mi mala suerte característica, sería una de las pocas mujeres a quienes les viene la regla a pesar de la Lactancia Materna Exclusiva (LME). Sin embargo, me equivoqué. Y pasados esos primeros meses de "sensaciones extrañas", hasta me dio igual.

Solo cuando mi hija cumplió su primer año, empecé a preguntarme en qué momento volvería. La matrona nos había explicado que podía tardar mucho, sobre todo al seguir dando el pecho, y que cualquier lapso de tiempo era normal. Yo confiaba en ello y no estaba preocupada, pero empecé a tener una vaga sensación de no quererla y, sin embargo, necesitarla.

Soy de las que piensan que, a pesar de que nos enseñen a vivir la regla como un engorro, o incluso aunque podamos argumentar que objetivamente lo es, lo cierto es que forma parte indisociable de la salud de nuestro cuerpo, así que es previsible que su ausencia prolongada nos haga echarla de menos, aun cuando, de alguna manera, creamos que no es así.

Por más que la esperara, sin embargo, reconozco que no la vi venir. Los síntomas premenstruales fueron muy diferentes a los que conocía, y, de hecho, solo comprendí que eran "síntomas" una vez que volví a ver el papel higiénico manchado de sangre una mañana, y entendí de golpe todas las "rarezas" de las semanas anteriores.