Llegamos a Hospital Elegido sin contratiempos. Durante el trayecto, comprobé que las contracciones no eran regulares, ni siquiera muy seguidas, y que no eran nada dolorosas. A pesar de ello, yo iba haciendo mis respiraciones, más por calmarme que por otra cosa.
Con cada bache o movimiento brusco, me resentía bastante, y el miedo a que mi hija pudiera sufrir algún daño sin la amortiguación del líquido amniótico aumentaba. No obstante, notaba sus movimientos con normalidad, algo que me aportaba cierta calma en medio de aquella vorágine de sensaciones.
En nuestras visitas anteriores, habíamos buscado aparcamientos alternativos por si no conseguíamos dejar el coche muy cerca de la entrada; sin embargo, esa noche logramos aparcar en la misma puerta de urgencias. Estábamos muy contentas. Discutimos brevemente si dejar la maleta en el coche para volver más tarde a por ella o llevarnos todos los bártulos, y al final decidimos llevárnoslos.
La recepción en urgencias fue muy sencilla. No tuve que explicar, como en El Simulacro, una sensación difusa de "poder estar de parto":
–He roto aguas.
–¿Estás a término?
–Sí.
Y ya está.
El rato que estuvimos en la sala de espera fue de película. Yo no quería sentarme porque me daba vergüenza dejar la silla mojada, y tampoco estaba muy incómoda de pie. Nos colocamos en un sitio discreto, pero dio igual. En apenas unos minutos, el líquido amniótico había formado un charco alrededor de mis zapatos. La gente me miraba de reojo y yo no sabía dónde meterme. Nunca olvidaré a una niña que me miraba boquiabierta con todo el descaro propio de la edad: aunque le hice alguna monería, ella apenas podía apartar la mirada del charco, señalándome y diciéndole a su padre que mirara.
En esos momentos, me acordaba de la conversación que había tenido un par de semanas antes con mi prima Oli, contándole lo que nos había explicado la matrona sobre el parto:
–Es que los partos no son como en las películas, ¿sabes? No rompes aguas y hay que ir corriendo al hospital...
Claro.
Por suerte, el escarnio no duró demasiado, y a los pocos minutos nos atendieron:
–Siéntate aquí.
–¿Es necesario?
–¿Por?
–Porque mira cómo voy...
Me quedé de pie mientras tomaban nota, y también esperé de pie a que viniera el celador que nos acompañaría a Obstetricia. En ese rato, llegó otra pareja que también estaba de parto, de quienes Alma se acordaba porque también habían estado el día de la visita guiada.
El momento celador también fue de broma. Nos dijo que le acompañáramos y prácticamente echó a correr. Yo le seguía de cerca, como si me fuera la vida en ello, dejando mi reguerito de líquido por los pasillos. Algunos metros por detrás, Alma trataba de alcanzarnos arrastrando la maleta y la bolsa que llevábamos. Mucho más atrás, la otra pareja perdía comba con cada contracción, porque la chica tenía que pararse (¡lógicamente!) y el celador no dejaba de correr. Cuando llegamos a los ascensores, solamente quedaba yo, así que él tuvo que desandar el laberinto por donde nos había llevado (en serio: ¿quién diseña los hospitales?) y recoger a Alma y a la otra pareja.
Una vez en Obstetricia, nos tocó esperar bastante, porque la otra pareja pasó primero. Esto es algo que a Alma la saca de quicio, porque no respetar un escrupuloso orden de llegada le parece arbitrario. Yo me lo tomé con humor, aunque reconozco que llegó un momento en que la espera se me hizo muy larga.
Finalmente, pasamos a monitores. Allí terminé de comprobar lo que me temía prácticamente desde que rompí aguas: tenía muchas contracciones y eran fuertes, pero no eran de parto. Y no solo lo comprobé con la máquina: también se nos hizo evidente cuando escuchamos los gritos de otras mujeres que sí tenían contracciones de parto, y entendimos que eso no era lo que me estaba pasando a mí.
Otra cosa que entendí en los monitores es que estaba bastante asustada. Siempre pensé que el parto me podía dar miedo, aunque no lo sintiera durante el embarazo; pero, para variar, no calibré bien qué tipo de miedo me daría. Porque seguía sin sentir miedo a lo que podía pasarme a mí, pero tenía muchísimo miedo a lo que podía pasarle a mi hija. Y lo entendí porque, en un momento dado, en el monitor apareció la palabra "Bradicardia" y a mí casi me da un síncope.
Para entonces, ya había pasado por monitores muchas veces, y sabía que, en ocasiones, el detector del latido fetal o bien lo pierde, o bien se acopla con el tuyo y, de pronto, parece que las pulsaciones se han detenido o ralentizado muchísimo. Esa noche, sin embargo, fui incapaz de mantener la mente fría cuando ocurrió, y llamamos corriendo a la matrona para ver qué pasaba. Ella me tranquilizó, me volvió a colocar el detector y todo volvió a la normalidad.
–No te preocupes –me dijo. –Aunque no estemos aquí, estamos viendo tu monitor en una sala, y si pasa algo, nos damos cuenta enseguida.
Para mi desgracia, esta pequeña anécdota fue un auténtico mise en abîme de lo que viviría muchas horas después.
Después de los monitores, pasamos a la consulta de la matrona para que me hiciera un tacto, y con él terminó de confirmar que no estaba "de parto": había dilatado entre uno y dos centímetros, pero no se considera que existe un parto "activo" hasta los tres. Después de la exploración, la matrona nos ofreció unas bragas desechables y una compresa limpia. Consecuentemente, decidí cambiarme también de pantalones, aunque no tenía mucho dónde elegir: llevaba otros vaqueros para cuando saliera del hospital, que no podía ponerme porque los iba a mojar seguro, y los pantalones del pijama. Así que no me quedó más remedio que ponerme estos últimos.
La ginecóloga corroboró el diagnóstico de su compañera, además de recordarme que tenía el estreptococo positivo. Y entonces llegó el momento estelar de la noche:
–Tengo que daros una mala noticia: en estos momentos, tenemos todos los paritorios llenos, así que os tengo que derivar a otro hospital.
Y remató:
–Nos hemos pasado el mes entero con los paritorios vacíos, pero hoy parece que os habéis puesto todas de acuerdo: eres la cuarta mujer que derivo a otro hospital, y no creo que seas la última.
Mi cara era un poema. Estaba en shock. En mi mente, solo podía repetir: "No, no, no, por favor, no". No podía creerlo. No podía ser verdad. No me podía pasar a mí, también.
Después de informarme, de hablar con gente, de dictarles mi historial cuando fuimos a urgencias, de acudir a la visita guiada, de explicar a todo el mundo por qué quería dar a luz allí, de trasladar mi expediente a la carrera, de prepararme concienzudamente para el parto que podían ofrecerme, hasta de hacer la maleta con lo que ellos nos habían recomendado que llevásemos... nada. No podía ser.
Y yo sabía lo que eso significaba: que mi parto no se iba a parecer ¡en nada! a lo que había planeado.
La ginecóloga se deshizo en atenciones. Nos ofreció derivarnos al hospital que quisiéramos. Nos ofreció una ambulancia. Llamó a nuestro hospital (¿adónde íbamos a ir si no?) para explicarles lo que había ocurrido. Me dio empapadores, me animó a llevarme todas las compresas y bragas desechables que necesitara.
Yo apenas podía responder. Apenas podía pensar. En ese momento me abandoné, me rendí completamente. Sentía que, después de todo, ¡de TODO!, no podía seguir luchando contra la adversidad. Cinco meses después, aún siento una punzada en el estómago cuando alguien nombra Hospital Elegido, aún se me encoge el corazón cuando paso por allí.
Decidimos trasladarnos en nuestro propio coche, porque a mí se me hacía un mundo separarme de Alma o de nuestra cosas. Todavía puedo sentir el frío que me invadió cuando salí a la calle en pijama; aún recuerdo vivamente el tacto de la toalla, completamente helada, que quité de mi asiento para colocar el empapador.
Era casi las cuatro de la mañana cuando pusimos rumbo a nuestro hospital.
(continuará...)