jueves, 15 de febrero de 2018

La tripa crece (semanas 29 a 32)


Después del primer trimestre de embarazo, que para mí fue un auténtico calvario, estas han sido las peores semanas que he pasado hasta ahora. Entre otras cosas, por el contraste con las anteriores; aunque no solo.

La semana 29 fue la última en la que fui a trabajar. Con ella culminé unas semanas de trabajo muy intenso, no solo porque coincidieron con el final del trimestre, sino porque quería dejar un montón de cosas preparadas para quien me fuera a sustituir. Dar el relevo en mi trabajo es bastante complejo, sobre todo porque los alumnos lo pasan mal con los cambios; por suerte, todo acabó saliendo mejor que bien, pero en ese momento aún no sabía qué iba a ocurrir.

La verdad es que, si volviera a vivir un embarazo, intentaría cuadrar las fechas para poder pedir la baja un poquito antes. No es que me forzara hasta el extremo, pero sí es cierto que acabé exhausta, algo que no me gustaría repetir porque lo considero innecesario. Aun así, hubo gente que me hizo saber su opinión acerca de lo pronto que iba a empezar mi baja, a pesar de conocer algunos de mis antecedentes (como mi primer aborto, del que se enteró hasta el último mono) y sin preguntarme cómo me encontraba. ¡Ay, lo que me acordé de ellos en las semanas posteriores...!

La semana 30 fue una semana de transición. Procuré descansar todo lo que no había descansado en las semanas anteriores, pero también hice mucho ejercicio y seguí trabajando, aunque fuera desde casa y ya estuviera de baja (!). El caso es que me sentía fenomenal, con bastante energía y muchísimas ganas de empezar a preparar la llegada de nuestro bebé. Y es que, hasta ese momento, no habíamos organizado prácticamente nada. 

Por alguna razón, no obstante, esta semana empecé a comerme la cabeza con que algo no fuera bien. No recuerdo sentir nada muy especial, pero me entraron algunas neuras sobre la fortaleza de mi cuello del útero o la posibilidad de tener una fisura en la bolsa y no darme cuenta. Tal vez mi mente intuía que debía bajar el ritmo aún más rápido o, tal vez, simplemente, me encontré con un montón de tiempo libre para pensar y no se me ocurrió ocuparme en nada más entretenido. El caso es que, desgraciadamente, acabé acertando en que algo no iba bien, aunque fuera completamente de carambola.

La semana 31 empezó con una ecografía de las programadas por "alto riesgo". Estas ecografías se han vuelto un poco rutinarias, aunque siempre es emocionante poder ver a la pequeña y comprobar que todo está correcto; la pena es que ya nunca podemos verle la cara ni sacarle fotos nuevas. En esta ocasión, su peso estimado era de 1,700 kg.: una buena noticia de cara a un posible parto prematuro, cuyo amago llegó tan solo dos días después

El mismo día de la ecografía yo ya me había notado muchísimas contracciones, pero lo achaqué a los nervios por la prueba. Al día siguiente, no llevaba paseando ni diez minutos cuando empecé a encontrarme fatal y tuvimos que volvernos a casa. Y al tercer día acabamos en urgencias, de donde salimos con la pauta de reposo relativo.

Fue tan repentino... Todavía recuerdo cómo le preguntaba a la ginecóloga, incrédula, si el reposo relativo implicaba que ya no podría hacer ejercicio. Ella se reía. "No, claro que no: ahora vienen unas semanas críticas y tenemos que gastar cuidado. Como mucho, puedes salir a pasear muy despacio, y solo durante veinte minutos cada día". Yo insistí un poco y ella me miró como diciendo: "¿Pero qué pasa? ¿Que no te has enterado de nada?"

La verdad es que, al principio, me costó reaccionar. Los primeros días coincidieron con la vorágine de las fiestas navideñas y, entre cenas y comidas, a mí me pareció que nada había cambiado. Pero después, cuando me vi postrada en el sofá, sin poder hacer nada de lo que había planeado, teniendo que desapuntarme de mis actividades deportivas y sintiendo la misma cantidad de contracciones que me habían llevado a urgencias... me hundí.

lunes, 5 de febrero de 2018

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Durante mi infancia, el día de mi cumpleaños era oficialmente el mejor día del año. Los hubo mejores y peores, evidentemente; pero nada de lo que ocurriera lograría desbancarlo nunca del primer puesto. Tenía que ser el mejor día, aunque no lo fuera, porque a ese día le debía yo el resto del año.

Esto continuó siendo así durante mucho tiempo: disfruté cumpliendo años durante varias décadas, hasta que se acercó la treintena. El día de mi vigésimo noveno cumpleaños, empecé a sentirme incómoda. Me hacía mayor y mi plan de vida se había desviado por completo. No estaba viviendo como quería, lo que quería. Y el tiempo pasaba, inexorablemente. 

Desde entonces, en cada cumpleaños, el malestar iba en aumento. Ya no podía ser este el mejor día del año. Se estaba volviendo gris, pesado. Y yo me sentía cada año más torpe, más cansada, más incapaz. Aun así, me resistía. Trataba de aguantar con todas mis fuerzas, en la convicción de que volvería a cumplir años contenta. Algún día, lejano o cercano, pasara lo que pasara en mi vida, recuperaría el día de mi cumpleaños.

Tengo que confesar que ese momento todavía no ha llegado. Aún se me atragantan las cifras, aún tiemblo antes de soplar las velas y pedir un deseo que todavía no soy capaz de dar por sentado. Pero de una cosa estoy segura: el proceso de recuperación ha empezado.

Esta mañana, mientras miraba caer la nieve y acariciaba mi barriga, supe que pronto volvería a disfrutar como siempre lo había hecho del día de mi cumpleaños.