lunes, 5 de febrero de 2018

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Durante mi infancia, el día de mi cumpleaños era oficialmente el mejor día del año. Los hubo mejores y peores, evidentemente; pero nada de lo que ocurriera lograría desbancarlo nunca del primer puesto. Tenía que ser el mejor día, aunque no lo fuera, porque a ese día le debía yo el resto del año.

Esto continuó siendo así durante mucho tiempo: disfruté cumpliendo años durante varias décadas, hasta que se acercó la treintena. El día de mi vigésimo noveno cumpleaños, empecé a sentirme incómoda. Me hacía mayor y mi plan de vida se había desviado por completo. No estaba viviendo como quería, lo que quería. Y el tiempo pasaba, inexorablemente. 

Desde entonces, en cada cumpleaños, el malestar iba en aumento. Ya no podía ser este el mejor día del año. Se estaba volviendo gris, pesado. Y yo me sentía cada año más torpe, más cansada, más incapaz. Aun así, me resistía. Trataba de aguantar con todas mis fuerzas, en la convicción de que volvería a cumplir años contenta. Algún día, lejano o cercano, pasara lo que pasara en mi vida, recuperaría el día de mi cumpleaños.

Tengo que confesar que ese momento todavía no ha llegado. Aún se me atragantan las cifras, aún tiemblo antes de soplar las velas y pedir un deseo que todavía no soy capaz de dar por sentado. Pero de una cosa estoy segura: el proceso de recuperación ha empezado.

Esta mañana, mientras miraba caer la nieve y acariciaba mi barriga, supe que pronto volvería a disfrutar como siempre lo había hecho del día de mi cumpleaños.

2 comentarios:

  1. FElicidades preciosa!! Con mucho retraso te digo que cuando la peque esté en casa tus cumpleaños serán inolvidables!!
    Besos gordos

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