Empecé a practicar pilates hace cinco años. Mi psicóloga de entonces me había recomendado realizar algún deporte para que me ayudara en el proceso de dejar los antidepresivos. Ella opinaba que debía escoger una actividad que comportara un desgaste físico elevado, como spinning o kick-boxing, ya que así podría desfogar a gusto mi ansiedad y chutarme endorfinas a cascoporro.
Todavía recuerdo cómo la miré cuando me dijo aquello. ¿Spinning? ¿Kick-boxing? ¿Es que no se había dado cuenta de lo esmirriado de mi constitución, de mi nula motivación hacia cualquier forma de competición o violencia, de mi espíritu ávido de actividades culturales tranquilas y armoniosas? Le dije que me lo pensaría, aunque sabía que no había nada que pensar. Así que, en la siguiente cita, puse sobre la mesa las dos únicas opciones con las que estaba dispuesta a transigir: o yoga o pilates.
Ella insistía en que ese tipo de deportes no era suficiente para enfrentarme a los tsunamis de rabia, frustración y ansiedad que cada cierto tiempo me arrasaban. Y hoy estoy segura de que tenía razón, no solo por los tsunamis que ya habían llegado, sino por los que iban a llegar. Sin embargo, ya entonces supe ver que, en ocasiones, es preferible asumir una solución imperfecta pero factible, que optar por la solución perfecta cuando sabemos, de antemano, que no vamos a ser capaces de llevarla a cabo.
Así fue como empecé las clases de pilates, por pura y dura salud mental. De hecho, durante los primeros meses mi cuerpo no hizo más que resentirse, después de haber pasado más de una década sin apenas realizar ninguna actividad que mereciese el título de deportiva (¡ah, los felices años veinte!). Como mi prioridad número uno era salir airosa de la depresión que atravesaba, me lo tomé muy en serio desde el principio, y pronto se convirtió, casi casi, en una religión: nunca faltaba a clase, me esforzaba al máximo en cada ejercicio y predicaba hasta la saciedad las virtudes del método entre quienes me rodeaban.
Desde el primer momento, además, las clases de pilates resultaron un revulsivo para mi consciente, recordándome cuál había sido el detonante de mi depresión y en qué debía centrar mis fuerzas ahora que estaba consiguiendo superarla. Y es que, sin importar qué días o a qué horas acudiera al gimnasio, parecía que siempre había una clase de pilates para embarazadas, antes o después. Veía salir sus barrigas cuando llegaba, o me las encontraba esperando a la salida. De vez en cuando, alguna compañera nos sorprendía con la noticia de que ella también estaba embarazada; incluso una de mis profesoras acabó por unirse al club de las barriguitas.
Al principio, me resultaba motivador. Sentía como si la Vida estuviera colocando señales luminosas en mi camino para que no me perdiera. Más tarde, cuando la maternidad se convirtió en un motivo de conflicto entre Alma y yo, empecé a sentirme incómoda. Eso era lo que yo quería, ¿por qué estaba siendo tan difícil tener siquiera la opción de conseguirlo? Las clases de pilates, no obstante, me sostuvieron también durante nuestra ruptura, ayudándome a que mi rutina no se desintegrara por completo, a pesar de que hubo algunos días en que seguir yendo me costó alguna que otra lagrimilla.
Pero, sin duda, el momento en que el pilates y mi camino hacia la maternidad se enredaron para siempre fue cuando empezaron los tratamientos. A lo largo de todos estos años, prácticamente han sido el único motivo por el que he faltado a clase: durante las betaesperas, por el miedo a que un mal movimiento diera al traste con la implantación; en las estimulaciones, a causa del dolor que me provocaban los ovarios repletos de folículos; tras el primer y el tercer aborto, debido a mi insoslayable necesidad de descanso físico y emocional.
Sin embargo, el momento de retomar las clases, después de cada negativo, de cada aborto, simbolizaba para mí el regreso a la lucha, la firmeza de mi voluntad de seguir intentándolo, de mantener mi salud física y mental para no abandonar el camino. Por esto, por todo esto, que haya llegado el día en que yo también puedo practicar pilates para embarazadas es algo que, por encima de muchas otras cosas, me sabe a triunfo, me sabe a victoria.
Retomé las clases cuando estaba de quince semanas. Siempre había tenido el dilema de si me atrevería o no a hacer ejercicio durante el primer trimestre, pero la realidad fue que ese dilema se diluyó cuando me sentí atravesada por el tremendo cansancio de los primeros meses. No se trataba tanto de miedo (que también había, por supuesto) como de mera incapacidad para levantarme del sofá. Y aunque, ya durante la transición entre el primer y el segundo trimestre, regresaron mis fuerzas, fueron las quince semanas las que coincidieron con el final de las vacaciones, así que no hubo más que pensar.
A pesar del bienestar físico, me pasé la primera clase aterrorizada. Con cada ejercicio sentía que invocaba los sangrados, y cuando la profe me miraba para supervisar mis movimientos, mi mente se llenaba de escenas dantescas. "Ya está, ya está: me mira porque estoy sentada sobre un charco de sangre". No puedo expresar cuán genuino fue mi asombro cuando, contraviniendo mis funestos presagios, sobreviví a esta y a las clases siguientes sin manchar ni un poquito.
Las primeras semanas, no obstante, fueron muy duras. A la inseguridad que sentía se unía el hecho de haberme pasado tres meses cual saco de patatas, así que mi forma física estaba bajo mínimos y cada clase me costaba la misma vida. He de decir que, hasta el momento, no he ido a una clase especial para embarazadas, sino que sigo asistiendo a la clase normal con adaptaciones en algunos ejercicios. Así que, al principio, tuve muchas dudas sobre si esta situación me convenía, pues las clases normales son más duras. En mi gimnasio, sin embargo, las recomiendan para las embarazadas que hayan practicado pilates con anterioridad, reservando las clases especiales para quienes nunca han hecho pilates o para el tercer trimestre de embarazo. Aun así, yo no las tenía todas conmigo; por suerte, pasadas las primeras semanas, conseguí recuperar el ritmo y quedarme más tranquila.
Hace ya dos meses que asisto a las clases (¡sin faltar ni un solo día!) y todavía las vivo como un milagro. Después de tantos años mirando tripas cual perrito tristón, ahora soy yo la que entra en clase con su barriga bien redonda, la que no hace abdominales y respira distinto para cuidar su vientre, a quien las compañeras se refieren como "la mami" del grupo (¡la mami! ¡la mami, yo!). Fueron tantas las veces en que pensé que no lo conseguiría, no solo porque nunca me quedaría embarazada, sino porque no lograría vivir un embarazo sano... que el sentimiento de lo extraordinario parece haber invadido mi corazón para quedarse.
Cada vez que entro en clase, me quito las zapatillas y saco mi toalla, pienso: "Estoy aquí". Estamos aquí, juntas y sanas, moldeando un milagro cotidiano con nuestros dos cuerpos.
Te leo desde hace mucho en la sombra.Me has emocionado. Mi más sincera enhorabuena por haberlo conseguido...
ResponderEliminarMuchos besos
Gracias por tu comentario... ¡y por salir de la sombra! ;)
ResponderEliminarLa verdad es que sienta fenomenal poder ir disfrutando de pequeños triunfos, aunque sean simbólicos, y además, poder compartirlos. ¡Besos para ti también!