Cuando salí de la tercera ecografía y comprendí lo que significaba enfrentarme a un mes completo sin tener noticias de nuestro pequeño, me planteé la posibilidad de comprar un doppler fetal. Era algo que ya había barajado antes, porque lo consideraba el equivalente a los test de embarazo tempranos: una especie de salvavidas para aquellas mujeres que nos enfrentamos al embarazo después de una o varias pérdidas.
Este uso concreto, el que permite monitorizar el bienestar fetal, es muy polémico. Pero yo, como en el caso de los test de embarazo, lo defiendo: porque el bienestar de la mujer gestante también debe ser una prioridad, y porque el sufrimiento que acarrea la incertidumbre no es ninguna broma. Tampoco animo a que se escuche el corazón del bebé a diario, igual que no me parece sano hacerse un test de embarazo cada vez que se va al baño. Pero entre eso y pasar semanas y meses "a pelo", creo que existe un equilibrio que merece la pena encontrar.
En mi caso, sin embargo, terminé por considerarlo innecesario. Porque lo que yo no sabía cuando salí de la tercera ecografía es que mi tripa estaba a punto de empezar a crecer, y que lo haría a un ritmo suficiente como para permitirme reconectar con mi cuerpo y aprender a disfrutar, poco a poco, de la buena marcha de este embarazo:
Tampoco fue un proceso que tuviera lugar de un día para otro. Al principio, cada vez que me fotografiaba, buscaba en Internet imágenes de otras tripas del mismo tiempo que la mía para compararlas. Supongo que se trata de una inseguridad propia de embarazada primeriza un tanto psicótica, que desconoce lo que es normal o anormal en cualquier embarazo, y, sobre todo, en su propio cuerpo. Porque ahora entiendo que esto de las "formas" y los "tamaños" tiene más que ver con tu propia constitución y la de tu bebé que con el desarrollo "adecuado" o "inadecuado" del embarazo. En esas semanas, sin embargo, todo era nuevo para mí y el asunto me ponía un poco nerviosa.
Por otra parte, no todo ha sido un camino de rosas. Entre las semanas quince y dieciséis, sufrí una pequeña gran "crisis de confianza", que empezó cuando, una mañana, me levanté con la tripa mucho más plana de lo normal. En las fotos se aprecia ligeramente que, sobre todo en las semanas catorce y quince, iba muy redondita. Y, de pronto, ¡pluf!, se aplanó. Al hacerme la foto de las dieciséis semanas y compararla con las anteriores, me entraron los siete males, porque me parecía que había encogido. Yo intentaba ser razonable conmigo misma y me decía que, aun en el peor de los casos, la tripa podía dejar de crecer, pero no encogerse. Sin embargo, toda la lógica del mundo no pudo evitarme algunos días de pánico que, por fortuna, eran justamente los que quedaban para la siguiente ecografía.
¿Y qué había pasado? ¡Pues que el pequeño se había movido! Al menos desde la semana doce tenía la cabecita apoyada en mi abdomen, lo que le daba esa forma redondeada. Pero a finales de la semana quince, se giró completamente, hundiendo su cabeza en la parte baja de mi útero y dejando los piececitos hacia arriba. Por lo que, en cierto sentido, mi tripa sí que había encogido, pero no lo había hecho el bebé, que continuaba creciendo, aunque fuera desde una postura distinta.
Entiendo que esta "crisis" también es propia de la primeriza que todavía ignora que, cuando un bebé cambia de postura, el tamaño de la tripa varía ;)
Alguna locurilla más hubo por el camino, como cuando me entró la neura de que no fuera mi bebé lo que estuviera aumentando de tamaño, sino el hematoma que me vieron en la semana doce. Reconozco, no obstante, que fueron comeduras de tarro pasajeras, pues en estas semanas empecé a sentir que me había ganado de sobra el derecho a relajarme y disfrutar de aquello por lo que tanto había luchado. ¡Casi nada!
Entiendo que esta "crisis" también es propia de la primeriza que todavía ignora que, cuando un bebé cambia de postura, el tamaño de la tripa varía ;)
Alguna locurilla más hubo por el camino, como cuando me entró la neura de que no fuera mi bebé lo que estuviera aumentando de tamaño, sino el hematoma que me vieron en la semana doce. Reconozco, no obstante, que fueron comeduras de tarro pasajeras, pues en estas semanas empecé a sentir que me había ganado de sobra el derecho a relajarme y disfrutar de aquello por lo que tanto había luchado. ¡Casi nada!
Por otra parte, y debido a algún motivo que todavía no alcanzo a comprender, yo me había hecho a la idea de que podría seguir utilizando mi ropa hasta bien entrado el embarazo. ¿De dónde saqué semejante ocurrencia? Pues todavía me lo pregunto, porque la realidad ha sido bien distinta. Desde que la tripa empezó a despuntar, allá por la semana once, dejé de utilizar los pantalones del pijama, porque la ligerísima presión que ejercía la goma en mi cintura ya me molestaba. El resto de mi ropa de verano parecía aguantar bien el tirón, porque es ropa muy cómoda que, en su mayor parte, solía sujetarme con cinturón (algo que que enseguida se volvió innecesario, por cierto).
El problema llegó cuando empezó el curso y me probé los pantalones largos. Con algunos ni lo intenté, porque sabía que iban muy ajustados de cintura y que me molestarían. Pero todavía albergaba cierta esperanza con mis vaqueros, que son altos y anchos de cintura y que se me caen si no me los pongo con cinturón. Pues bien, la dura realidad fue que no me cerraban. Ni me abrochaba el botón ni me subía la cremallera. Intenté tirar con unos pantalones de tela, usando el truquito de sujetarlos con una goma del pelo (truco que ya estaba empezando a necesitar también con varios de mis pantalones de verano), y parece que logré retrasar lo inevitable un tanto.
Pero el mismo día en que cumplía las dieciséis semanas decidí que ya estaba bien. ¡Necesitaba unos pantalones premamá! ¡Tenía que aceptarlo!
Y es que, hasta ese momento, la única "compra de embarazo" que había hecho era la del adaptador del cinturón de seguridad del coche, y solo porque me daba un miedo horrible sufrir algún percance y que fuera mi pequeño quien parase el golpe. Ya con esa compra me había comportado de manera irracional, porque una parte de mí se habría quedado mucho más tranquila usándolo casi desde el principio. Sin embargo, a la otra parte, la más poderosa, le provocaba unos escalofríos terribles la idea de tener que dejar de utilizarlo antes de tiempo. Así que lo fui retrasando más allá de lo conveniente, mientras cruzaba los dedos con cada frenazo.
Con la ropa premamá, el mecanismo era parecido. De hecho, llegué a pillarme a mí misma varias veces ocultando la tripa de manera inconsciente. Y me resultó horroroso. ¿Acaso aquello no formaba parte, precisamente, de la experiencia que tanto había deseado vivir? ¿Por qué me resistía entonces? ¿Por qué lo negaba? La respuesta es la de siempre: tenía miedo. Y es que perder un embarazo que nadie nota permite mantener la intimidad del duelo, haciendo que parezca más sencillo. Pero perder un embarazo que ya es evidente... buf. No quiero ni imaginármelo.
Sin embargo, pronto entendí que eso no era todo. Como a la hora de asumir la fortaleza de mi bebé, se me juntaba también la autoestima de mierda que me han dejado tantos años de infertilidad. ¿Caminar yo con un vientre prominente? ¿Pisar bien fuerte mientras compartía con el mundo el orgullo de estar gestando un bebé? Me parecían experiencias inalcanzables. Y me lo siguen pareciendo: todavía hoy me embarga un sentimiento parecido a la vergüenza, como si estuviera haciendo algo que no me corresponde y me fueran a pillar.
Paradójicamente, fue mi propio miedo el que me ayudó a dar el paso y comprarme los primeros pantalones premamá. Porque la tripa no me dejaba apenas margen, no podía encogerla ni apretarla, así que empecé a pensar que, quizá, resistirme a lo inevitable podía acarrear algún problema de crecimiento a mi bebé. Y eso era algo que no podía permitir.
Creo que nunca olvidaré la sonrisa con la que salí del probador. Parecía que iba levitando. No solo porque los pantalones premamá son COMODÍSIMOS (¡ojalá los hubiera comprado antes!), sino porque, nuevamente, estaba ocurriendo. Era yo (¡sí, yo!) la que se acababa de probar esa ropa, la que estaba a punto de comprarla. ¡Estaba embarazada, mi bebé crecía, empezaba a utilizar prendas premamá...! En la etiqueta lo ponía bien claro: MAMÁ. ¡Me estaba pasando a mí!
Quizá a estas alturas ya debería de haberme acostumbrado. Pero no lo he hecho. Cada paso que damos, mi bebé, mi cuerpo y yo, me sigue pareciendo un milagro. Y lo vivo con miedo y con incredulidad, pero también con muchísima alegría y con toda la ilusión del mundo. Porque el embarazo, mi embarazo, está siendo una experiencia extraordinaria :)
El problema llegó cuando empezó el curso y me probé los pantalones largos. Con algunos ni lo intenté, porque sabía que iban muy ajustados de cintura y que me molestarían. Pero todavía albergaba cierta esperanza con mis vaqueros, que son altos y anchos de cintura y que se me caen si no me los pongo con cinturón. Pues bien, la dura realidad fue que no me cerraban. Ni me abrochaba el botón ni me subía la cremallera. Intenté tirar con unos pantalones de tela, usando el truquito de sujetarlos con una goma del pelo (truco que ya estaba empezando a necesitar también con varios de mis pantalones de verano), y parece que logré retrasar lo inevitable un tanto.
Pero el mismo día en que cumplía las dieciséis semanas decidí que ya estaba bien. ¡Necesitaba unos pantalones premamá! ¡Tenía que aceptarlo!
Y es que, hasta ese momento, la única "compra de embarazo" que había hecho era la del adaptador del cinturón de seguridad del coche, y solo porque me daba un miedo horrible sufrir algún percance y que fuera mi pequeño quien parase el golpe. Ya con esa compra me había comportado de manera irracional, porque una parte de mí se habría quedado mucho más tranquila usándolo casi desde el principio. Sin embargo, a la otra parte, la más poderosa, le provocaba unos escalofríos terribles la idea de tener que dejar de utilizarlo antes de tiempo. Así que lo fui retrasando más allá de lo conveniente, mientras cruzaba los dedos con cada frenazo.
Con la ropa premamá, el mecanismo era parecido. De hecho, llegué a pillarme a mí misma varias veces ocultando la tripa de manera inconsciente. Y me resultó horroroso. ¿Acaso aquello no formaba parte, precisamente, de la experiencia que tanto había deseado vivir? ¿Por qué me resistía entonces? ¿Por qué lo negaba? La respuesta es la de siempre: tenía miedo. Y es que perder un embarazo que nadie nota permite mantener la intimidad del duelo, haciendo que parezca más sencillo. Pero perder un embarazo que ya es evidente... buf. No quiero ni imaginármelo.
Sin embargo, pronto entendí que eso no era todo. Como a la hora de asumir la fortaleza de mi bebé, se me juntaba también la autoestima de mierda que me han dejado tantos años de infertilidad. ¿Caminar yo con un vientre prominente? ¿Pisar bien fuerte mientras compartía con el mundo el orgullo de estar gestando un bebé? Me parecían experiencias inalcanzables. Y me lo siguen pareciendo: todavía hoy me embarga un sentimiento parecido a la vergüenza, como si estuviera haciendo algo que no me corresponde y me fueran a pillar.
Paradójicamente, fue mi propio miedo el que me ayudó a dar el paso y comprarme los primeros pantalones premamá. Porque la tripa no me dejaba apenas margen, no podía encogerla ni apretarla, así que empecé a pensar que, quizá, resistirme a lo inevitable podía acarrear algún problema de crecimiento a mi bebé. Y eso era algo que no podía permitir.
Creo que nunca olvidaré la sonrisa con la que salí del probador. Parecía que iba levitando. No solo porque los pantalones premamá son COMODÍSIMOS (¡ojalá los hubiera comprado antes!), sino porque, nuevamente, estaba ocurriendo. Era yo (¡sí, yo!) la que se acababa de probar esa ropa, la que estaba a punto de comprarla. ¡Estaba embarazada, mi bebé crecía, empezaba a utilizar prendas premamá...! En la etiqueta lo ponía bien claro: MAMÁ. ¡Me estaba pasando a mí!
Quizá a estas alturas ya debería de haberme acostumbrado. Pero no lo he hecho. Cada paso que damos, mi bebé, mi cuerpo y yo, me sigue pareciendo un milagro. Y lo vivo con miedo y con incredulidad, pero también con muchísima alegría y con toda la ilusión del mundo. Porque el embarazo, mi embarazo, está siendo una experiencia extraordinaria :)
Mi pequeño (adopción) lleva en casa ya más de un año, y todavía tengo la sensación de la que hablas, la de que todo es un milagro. Y al mismo tiempo es tan mi hijo y soy tan su madre que el hecho de que no lo haya parido me parece tan insignificante...
ResponderEliminarSi es que te tengo que dar otro empujoncito!! Tenemos que quedar si o si y nos vamos de compras vale?? Besos a esa tripita
ResponderEliminarLos pantalones premamá son el mejor invento del mundo mundial!! Y te lo digo yo, que aún sigo usando algunos 14 meses después de mi último embarazo!! jajajaj! Entiendo todo lo que dices, y es algo que solo puede ir curando el tiempo poco a poco, al ritmo que necesites. Tienes una tripa monísima y vas a tener un bombo ideal, porque se ve que eres delgada y que vas a ser una embarazada de revista! (aunque las gorditas también estamos guapas embarazadas, eh!!! ;)
ResponderEliminarDisfruta tooooodo lo que puedas, porque cada semana, cada cosa, es algo que ya no vuelve y te mereces disfrutarlo a tope! Un besazo bien grande!