domingo, 29 de octubre de 2017

La ecografía de las dieciséis semanas

Una de las pocas ventajas de que tu embarazo sea clasificado como "de riesgo" es que controlan su desarrollo con ecografías cada cuatro semanas. Así nos lo explicaron en la ecografía de las doce semanas y la verdad es que fue un gran alivio. No solo porque evitaríamos el abismo de enfrentarnos a varios meses sin poder comprobar el estado de nuestro pequeño, sino porque esa clasificación implica el reconocimiento de algunas de las patologías que padezco y, con ello, aunque sea de manera indirecta, de todo mi historial reproductivo.

En esta ocasión, y gracias al crecimiento de la tripa, fui a la ecografía muchísimo más tranquila. Si bien las dos noches previas a la cita me costó conciliar el sueño, envuelta como estaba en pesadillas de tripas que encogían y bebés que ya no estaban, y aunque el rato que pasamos en la sala de espera del hospital sentía el estómago como una piedra... no tuvo nada que ver con la agonía que sufrí en la ecografía de las doce semanas.

La prueba, además, transcurrió sin sobresaltos. En cuanto se encendió el ecógrafo, pudimos ver que a nuestro bebé le habían salido unas piernas enormes, con las que pateaba mi útero alegremente sin que yo notara nada. Fue fascinante, porque los bebés de doce semanas aún tienen unas piernas desproporcionadamente pequeñas en comparación con el resto del cuerpo; pero, a las dieciséis semanas, ya han adquirido un tamaño mucho más cercano al que tendrán finalmente. Así que yo no podía dejar de mirarle las piernas y pensar: "¡Madre mía! ¡Qué larguirucho!". 

Su cabecita de perfil.
La doctora aprovechó para tomar algunas medidas de las que suelen comprobarse en la ecografía de las veinte semanas (perímetro y diámetro de la cabeza, perímetro abdominal y longitud del fémur). Cada vez que realizaba una, en la pantalla aparecía a cuántas semanas y días correspondía, y la verdad es que la mayoría coincidían con el tiempo exacto del embarazo, lo cual me dejó muy tranquila. ¡Fue como ir rellenando los cuadros de un cartón de bingo!

También comprobó el estado de algunos órganos, como los riñones. Esta parte no me resultó tan agradable, porque se volvió a producir ese momento tan alienante en el que los sanitarios hablan de ti como si no estuvieras delante. "Riñones... mmm... bien". Mientras la doctora exploraba cada órgano, yo no podía evitar contener la respiración y preguntarme qué ocurriría si alguno de ellos estuviera mal. ¿Diría en alto algo así como "Riñones... mmm... atrofiados"? ¿O se callaría: "Riñones... ehhh... no pongas nada, luego te digo"? Sobre todo teniendo en cuenta que, a los pocos minutos, se supone que te van a explicar cómo está todo.

En cualquier caso, lo mejor de la ecografía vino al final, cuando la doctora nos preguntó si queríamos conocer el sexo. Sabíamos que existía la posibilidad de desvelar el misterio en esta prueba, pero no nos habíamos querido hacer excesivas ilusiones por si teníamos que dejarlo para más adelante. Al fin y al cabo, nuestra prioridad era comprobar que todo iba bien.

domingo, 15 de octubre de 2017

La tripa crece (semanas 13 a 16)

Cuando salí de la tercera ecografía y comprendí lo que significaba enfrentarme a un mes completo sin tener noticias de nuestro pequeño, me planteé la posibilidad de comprar un doppler fetal. Era algo que ya había barajado antes, porque lo consideraba el equivalente a los test de embarazo tempranos: una especie de salvavidas para aquellas mujeres que nos enfrentamos al embarazo después de una o varias pérdidas.

Este uso concreto, el que permite monitorizar el bienestar fetal, es muy polémico. Pero yo, como en el caso de los test de embarazo, lo defiendo: porque el bienestar de la mujer gestante también debe ser una prioridad, y porque el sufrimiento que acarrea la incertidumbre no es ninguna broma. Tampoco animo a que se escuche el corazón del bebé a diario, igual que no me parece sano hacerse un test de embarazo cada vez que se va al baño. Pero entre eso y pasar semanas y meses "a pelo", creo que existe un equilibrio que merece la pena encontrar. 

En mi caso, sin embargo, terminé por considerarlo innecesario. Porque lo que yo no sabía cuando salí de la tercera ecografía es que mi tripa estaba a punto de empezar a crecer, y que lo haría a un ritmo suficiente como para permitirme reconectar con mi cuerpo y aprender a disfrutar, poco a poco, de la buena marcha de este embarazo:


Tampoco fue un proceso que tuviera lugar de un día para otro. Al principio, cada vez que me fotografiaba, buscaba en Internet imágenes de otras tripas del mismo tiempo que la mía para compararlas. Supongo que se trata de una inseguridad propia de embarazada primeriza un tanto psicótica, que desconoce lo que es normal o anormal en cualquier embarazo, y, sobre todo, en su propio cuerpo. Porque ahora entiendo que esto de las "formas" y los "tamaños" tiene más que ver con tu propia constitución y la de tu bebé que con el desarrollo "adecuado" o "inadecuado" del embarazo. En esas semanas, sin embargo, todo era nuevo para mí y el asunto me ponía un poco nerviosa.

Por otra parte, no todo ha sido un camino de rosas. Entre las semanas quince y dieciséis, sufrí una pequeña gran "crisis de confianza", que empezó cuando, una mañana, me levanté con la tripa mucho más plana de lo normal. En las fotos se aprecia ligeramente que, sobre todo en las semanas catorce y quince, iba muy redondita. Y, de pronto, ¡pluf!, se aplanó. Al hacerme la foto de las dieciséis semanas y compararla con las anteriores, me entraron los siete males, porque me parecía que había encogido. Yo intentaba ser razonable conmigo misma y me decía que, aun en el peor de los casos, la tripa podía dejar de crecer, pero no encogerse. Sin embargo, toda la lógica del mundo no pudo evitarme algunos días de pánico que, por fortuna, eran justamente los que quedaban para la siguiente ecografía.

¿Y qué había pasado? ¡Pues que el pequeño se había movido! Al menos desde la semana doce tenía la cabecita apoyada en mi abdomen, lo que le daba esa forma redondeada. Pero a finales de la semana quince, se giró completamente, hundiendo su cabeza en la parte baja de mi útero y dejando los piececitos hacia arriba. Por lo que, en cierto sentido, mi tripa sí que había encogido, pero no lo había hecho el bebé, que continuaba creciendo, aunque fuera desde una postura distinta.

Entiendo que esta "crisis" también es propia de la primeriza que todavía ignora que, cuando un bebé cambia de postura, el tamaño de la tripa varía ;)

Alguna locurilla más hubo por el camino, como cuando me entró la neura de que no fuera mi bebé lo que estuviera aumentando de tamaño, sino el hematoma que me vieron en la semana doce. Reconozco, no obstante, que fueron comeduras de tarro pasajeras, pues en estas semanas empecé a sentir que me había ganado de sobra el derecho a relajarme y disfrutar de aquello por lo que tanto había luchado. ¡Casi nada! 


jueves, 12 de octubre de 2017

Morados

Resultado de imagen de morado

Cuando recuerdo con qué alivio, incluso con qué orgullo, hablaba sobre mis diez primeros pinchazos de heparina, no puedo más que sonreír desde la experiencia. ¡Qué ingenua era! ¡Qué pronto canté victoria, sin adivinar la que se me venía encima...!

Los primeros pinchazos de heparina son fáciles; y evitar los moratones subsecuentes, también. Porque la tripa pre-heparina es un terreno "virgen" donde hincar la aguja con libertad y mucho margen. Pero cuando empiezas a acumular cajas y cajas de inyecciones, el panorama cambia, haciendo realidad tus peores pesadillas.

He aquí un poco de lo que yo he descubierto hasta ahora:

1. Una tripa morada puede ser producto de un solo pinchazo. Cuando yo veía esas imágenes terribles por Internet, esas en las que media tripa está teñida de un color cercano al negro, pensaba: "Pero, ¿¿qué se ha hecho?? ¿Cómo se pincha así cada día?". Desgraciadamente, he comprobado en mis propias carnes que basta un mal pinchazo para dejarte la mitad del abdomen fuera de juego. Los morados de heparina no son de este mundo. Un solo error y ¡zas! se te queda la barriga como si acabaras de pasar la prueba de ingreso en una banda de maleantes. Y no solo es el color, no: lo peor es cómo duelen. Parece que te han pegado con un bate de béisbol y duele como si te hubieran pegado con un bate de béisbol. O, al menos, como yo imagino que debe de doler.

domingo, 8 de octubre de 2017

Tiempo de compartir

Imagen relacionada

En un principio, pretendía hacerme pasar por una embarazada normal y no dar la noticia de mi embarazo hasta la semana doce, como se suele decir, "por precaución". Pero lo cierto es que la fecha llegó y pasó y yo seguía sintiendo el mismo vértigo ante la posibilidad de anunciarlo, el mismo miedo paralizante que había sentido al contarlo en cualquier otra semana anterior. Así que el plan de fingirse normal y gritarlo a los cuatro vientos una vez superada la ecografía no fue posible. 

Lo que me hizo espabilar (y comprender que los miedos naturales de abortadora recurrente se me estaban quedando enquistados) fue el obvio, evidente e insoslayable crecimiento de mi tripa. Acostumbrada a vivir mis embarazos en la clandestinidad, el hecho de que este amenazara con anunciarse solo acabó con todo el margen de maniobra del que pretendía disfrutar. ¡Los embarazos no pueden ocultarse para siempre! ¡Tenía que empezar a decirlo!

Y empecé. Y cada vez que lo hacía (cada vez que lo hago, de hecho) sentía que estaba firmando una sentencia de muerte. El terror y la tristeza se apoderaban de mi mirada y, más que anunciar la llegada de una nueva vida, parecía que estaba dándome el pésame a mí misma. Este suplicio, afortunadamente, ha sido solo una parte del proceso. Porque enseguida aparecía la alegría incontenible de quien recibía la noticia para rescatarme cuando más lo necesitaba. 

No siempre era la primera emoción que surgía: también ha habido mucha sorpresa, disfrazada a veces de incredulidad. No han sido ni una ni dos las personas que han tardado en reaccionar, soltando alguna frase de compromiso mientras su mirada se perdía en el horizonte de las cábalas. Pero, al final, siempre ha llegado la sonrisa, el abrazo, los aspavientos contenidos, incluso el llanto. 

Yo no sabía que dar la noticia de un embarazo podía ser así (¡cómo iba a saberlo!). Parece como si hubiera encontrado las palabras mágicas que abren las compuertas del cariño y todo el amor, el consuelo, la confianza, el reconocimiento que durante mucho tiempo no he recibido o que mis interlocutores no han terminado de saber expresar, ha escapado para arroparme y hacerme sentir que, esta vez sí, la Vida me sonríe sin dobleces. Resulta abrumador y extraño a un tiempo, pero también me está ayudando a reconciliarme con mi experiencia.

Poco a poco me voy dejando embargar por una calma desconocida: la tranquilidad de saber que nuestro bebé será muy bien recibido, que se sentirá colmado de besos y abrazos y juegos y cuidados. Ya no somos solo nosotras quienes soñamos con su llegada, quienes planeamos amarlo y cuidarlo, quienes deseamos conocerlo y estar con él. Son muchas más las personas que también lo esperan, que ya le han hecho un hueco en su vida y en sus planes, contando con su presencia para dentro de unos pocos meses.

Y a veces siento que, solo por eso, solo por esa inmensa red de brazos que esperan para acunarlo, este bebé sabrá recorrer el camino que le falta, podrá resistirse a las trampas de mi cuerpo... y nacerá.