Llegó. Llegó el momento. Por fin he visitado a una matrona por el motivo más deseado, y no para dejar que, nuevamente, me horade con un espéculo :)
Nada más recibir la beta, nos plantamos raudas y veloces en el médico de cabecera. No es que tuviéramos una prisa especial por compartir con ella la noticia del embarazo, pero sí teníamos una necesidad imperiosa de conseguir recetas para la heparina.
La historia es larga y truculenta, así que procuraré resumirla. Antes teníamos una doctora de cabecera que era una gilipollas integral un completo desastre. Fue aquella que me derivó a Esterilidad en octubre, a pesar de haberle explicado claramente que lo que yo necesitaba era una consulta de Hematología. La misma que volvió a negarme la dichosa derivación en diciembre, a pesar de contar con un informe de Inmunología que indicaba que padecía, al menos, una trombofilia que debía ser confirmada. La mismísima que, antes de comenzar el último tratamiento, se negó a recetarme la heparina amparándose en la prohibición de recetar medicamentos pautados por médicos privados, mientras nos confesaba que, en realidad, no quería hacerse responsable del tratamiento porque no tenía ninguna experiencia (y no quería, literalmente, "que su firma estuviera en una receta").
Aun así, y como la inminencia del tratamiento la ponía entre la espada y la pared, decidió lavarse las manos derivándome a Hematologíade una puñetera vez por fin. Esta derivación, claro, llegaba seis meses tarde, me impedía contar con la supervisión de un hematólogo desde el principio del embarazo y, encima, nos obligaba a gastarnos los cuartos en una heparina sin financiar. Para quien no lo sepa, la heparina es un medicamento perfectamente asequible con financiación pública (unos 4 o 5 euros la caja de diez inyecciones), pero extremadamente caro sin ella (más de 50 euros la misma caja).
Durante todo este periplo (del que, como digo, me he ahorrado los detalles más escalofriantes), la práctica totalidad de personas con las que compartimos nuestra desgracia nos recomendó que cambiáramos de médico de cabecera. La culminación llegó cuando también nuestra doctora de la clínica nos dio el mismo consejo. Según su experiencia, la amplia mayoría de médicos de cabecera recetaban la heparina sin ningún problema, y solo de vez en cuando aparecía algúnimbécil iluminado que se negaba. Así que, después de haber pagado el primer mes de tratamiento de nuestro bolsillo, decidimos probar suerte con otra doctora, convencidas, por fin, de que sería muy difícil ir a peor.
En el centro de salud no nos pusieron ninguna pega (de hecho, nos recordaron nuestro derecho a cambiarnos de médico cuantas veces hiciera falta), y en la primera cita con la nueva doctora le anunciamos tanto el embarazo como la necesidad que tengo de un tratamiento. Tal y como nos habían advertido, le bastó el informe del Inmunología (informe que la anterior doctora apenas se dignó a mirar) para recetarme, no solo la heparina, sino también las cajas que necesitaba de progesterona. Y, aunque solamente contábamos con la beta como confirmación del embarazo, nos dio varios folletos de información nutricional y nos derivó a la matrona. Lo mismito que su compañera, vaya...
¡Qué puedo decir...! En aquellos días en los que me bajaba las bragas en medio del pasillo de mi casa porque estaba segura de estar sangrando, una derivación a la matrona me parecía poco menos que un pasaje a Marte. Pero no importaba. Lo importante era que la tenía, que tenía el papel en mis manos, aunque me pareciera que entre aquellas cinco semanas que recién estrenaba y las ocho semanas que anunciaban mi cita mediaba un abismo insalvable. La primera vez que me quedé embarazada, esperamos vanamente a que nos diesen el alta en la clínica para acudir al médico de cabecera, así que nunca antes había llegado a vivir esta experiencia, ni siquiera en su lado burocrático.
A pesar de mi incredulidad, las semanas pasaron y llegó la fecha de acudir a la matrona. Reconozco que iba con muchísimo miedo, pues dada mi acumulación de malas experiencias con diferentes profesionales de la salud, no puedo evitar que la balanza se me incline hacia el lado de que un médico nuevo sea un nuevo gilipollas. En este caso, temía encontrarme a la típica enfermera mandona que me chillase y me echase broncas sin que yo supiera por dónde me venían las hostias.
Aun así, y como la inminencia del tratamiento la ponía entre la espada y la pared, decidió lavarse las manos derivándome a Hematología
Durante todo este periplo (del que, como digo, me he ahorrado los detalles más escalofriantes), la práctica totalidad de personas con las que compartimos nuestra desgracia nos recomendó que cambiáramos de médico de cabecera. La culminación llegó cuando también nuestra doctora de la clínica nos dio el mismo consejo. Según su experiencia, la amplia mayoría de médicos de cabecera recetaban la heparina sin ningún problema, y solo de vez en cuando aparecía algún
En el centro de salud no nos pusieron ninguna pega (de hecho, nos recordaron nuestro derecho a cambiarnos de médico cuantas veces hiciera falta), y en la primera cita con la nueva doctora le anunciamos tanto el embarazo como la necesidad que tengo de un tratamiento. Tal y como nos habían advertido, le bastó el informe del Inmunología (informe que la anterior doctora apenas se dignó a mirar) para recetarme, no solo la heparina, sino también las cajas que necesitaba de progesterona. Y, aunque solamente contábamos con la beta como confirmación del embarazo, nos dio varios folletos de información nutricional y nos derivó a la matrona. Lo mismito que su compañera, vaya...
¡Qué puedo decir...! En aquellos días en los que me bajaba las bragas en medio del pasillo de mi casa porque estaba segura de estar sangrando, una derivación a la matrona me parecía poco menos que un pasaje a Marte. Pero no importaba. Lo importante era que la tenía, que tenía el papel en mis manos, aunque me pareciera que entre aquellas cinco semanas que recién estrenaba y las ocho semanas que anunciaban mi cita mediaba un abismo insalvable. La primera vez que me quedé embarazada, esperamos vanamente a que nos diesen el alta en la clínica para acudir al médico de cabecera, así que nunca antes había llegado a vivir esta experiencia, ni siquiera en su lado burocrático.
A pesar de mi incredulidad, las semanas pasaron y llegó la fecha de acudir a la matrona. Reconozco que iba con muchísimo miedo, pues dada mi acumulación de malas experiencias con diferentes profesionales de la salud, no puedo evitar que la balanza se me incline hacia el lado de que un médico nuevo sea un nuevo gilipollas. En este caso, temía encontrarme a la típica enfermera mandona que me chillase y me echase broncas sin que yo supiera por dónde me venían las hostias.