Desde pequeña he tenido la ilusión de ser madre. Probablemente sea la única ilusión típicamente "de chica" que haya tenido: nunca quise casarme de blanco o algo parecido, pero siempre soñé con tener una tropilla de críos.
En mi adolescencia decidí que tendría hijos biológicos, pero también adoptados. Me atraían las dos opciones y no quería perderme ninguna. Mantuve la idea durante toda la veintena y, cumplidos los treinta, me tocó decidir cuál de los dos caminos escogería primero. Y aunque esta decisión, en principio, no supone abandonar el otro camino, me ha costado muchísimo tomarla.