sábado, 24 de diciembre de 2016

El tiempo de los intentos

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Echo de menos el tiempo de los intentos. Aquel tiempo en que podía aprovechar todas las oportunidades que me brindaba la naturaleza, subirme a la ola de los ciclos y confiar en que alguno fuese el bueno. Añoro el tiempo en que todo consistía en seguir insistiendo, en que cada fracaso alumbraba también una nueva posibilidad de éxito, en que mi vida todavía se contaba en meses: un mes más o un mes menos.

Echo de menos con rabia las frases de aquellos días, los notepreocupes, los lasiguienteeslabuena. Extraño profundamente los ánimos auténticos, surgidos de la inocencia, de la confianza plena. La voz de una doctora asegurándome que todas las puertas seguían abiertas. La fascinación que creaba el desafío de una mujer lesbiana que, contra todo y contra todos, iba a quedarse embarazada utilizando el semen de un desconocido.

No sé cuándo dejé de vivir en el tiempo de los intentos y me adentré en el tiempo de los tratamientos. ¿Fue después de mi segundo aborto, el primer momento en que surgió la sospecha de que algo no estuviera bien? ¿Tal vez tras la segunda FIV, cuando quedó claro que algo no funcionaba como debía? ¿Acaso no lo atravesaba ya en mi último tratamiento, seguramente destinado al fracaso desde el principio aunque nada ni nadie me lo advirtiera? 

Mi vida ya no se cuenta sino en meses perdidos. Ya no espero con ansia el primer día de la regla. Las diferentes fases del ciclo han vuelto a convertirse en un continuo, como lo eran antes de comenzar este camino. Los plazos se alargan. Las oportunidades surgen de año en año, de seis en seis meses. He tenido que acostumbrarme a las citas médicas que nunca llegan, a los resultados que implican nuevos análisis que implican nuevos resultados. A la divergencia de opiniones. A las puertas cerradas.

Las frases que escucho ahora me dan pena y me dan miedo. De pronto, tenerhijosesmuydifícil, porlomenoslohasintentado, siempretequedalaadopción. Era divertido escuchar los detalles de una inseminación artificial, pero nadie aguanta una explicación pormenorizada de un cuadro de abortos de repetición. La muerte, la enfermedad y el fracaso continuado no son temas agradables de conversación, y el más valiente solo los saca desde la prudencia. La misma prudencia que ahora se gastan los médicos: esposibleperonoseguro, vamosaverquépasa, sinofuncionahablamos.

No culpo a nadie por este cambio. Las frases, las actitudes, son solo la prueba de que la situación ya no es la misma. Mi diálogo interior también ha cambiado. Ya no me limito a darme ánimos frente a un miedo inconcreto. Ahora dudo, reflexiono, me debato. Ahora intento ser realista, sobre todo. Y sufro, y lloro, y me desespero más que antes. Y me cuestiono muchas cosas. Intento con todas mis fuerzas olvidar "el tema" sin conseguirlo casi nunca. Y al final del día solo quiero ver la tele e irme a la cama.

Mi historia ya no es el emocionante relato de una heroína moderna. Ahora se ha convertido en la tragedia clásica de un vientre yermo. Me siento atrapada en la típica novela en la que el protagonista es el único personaje que desconoce su destino, cuando todos, incluido el lector, ya lo lamentan. No sé cuánto queda de hazaña en mi maltrecha esperanza y cuánto de crónica de una muerte anunciada.

Y sin embargo, esa voz, en mi cabeza.

Esa voz que me repite que no hay un tiempo de los intentos y un tiempo de los tratamientos. Que los dos son un mismo tiempo. Que mi esperanza real siempre fue la misma y que merece la pena luchar ahora como la mereció el primer día. Que la incomprensión de los demás, su desconocimiento, no implican que yo no sepa lo que hago. Que siempre fue el tiempo de los tratamientos y que todavía es el tiempo de los intentos.

Y que debo amarlo.

Debo amar el tiempo de los intentos,
debo amar la hora que nunca brilla,
porque solo el amor engendra la maravilla,
solo el amor consigue encender lo muerto.

Debo amar la arcilla que va en mis manos,
debo amar su arena hasta la locura,
porque solo el amor alumbra lo que perdura,
solo el amor convierte en milagro en barro.

domingo, 11 de diciembre de 2016

El efecto túnel

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Nunca se me han dado bien los médicos (ni las peluqueras). Por alguna extraña razón, no logro hacerme entender, ni generar empatía, ni nada bueno. Yo pongo todo mi empeño en sonreír, ser simpática y ágil, explicarme con claridad y no molestar más allá de lo necesario. Pero da lo mismo. Cuando salgo de la consulta (o de la peluquería) siempre me invade la misma sensación de fracaso. Y de que los médicos (y las peluqueras) me odian.

Esta situación, ya de por sí dramática, ha empeorado radicalmente desde que he empezado a sufrir lo que yo llamo "el efecto túnel". La primera vez que lo sentí fue en la primera consulta para la primera FIV. Mientras la doctora nos explicaba el protocolo, yo sentía como si mi cabeza estuviera atrapada dentro de una pecera. La veía mover los labios y, por cortesía, iba asintiendo; pero, en realidad, no me estaba enterando de nada. Mi cerebro estaba colapsado de emoción (y no precisamente positiva), así que cualquier procesamiento de datos era, sencillamente, imposible.

Desde entonces, vuelvo a sumergirme en la deprivación sensorial cada vez que acudo a una consulta en la que debo recordar mi desgraciada experiencia con la reproducción asistida. Soy como una abuela que no puede ir al médico sola porque no se entera de lo que le explican. Y como la cosa se ha complicado muchísimo últimamente, ya ni siquiera la presencia de Alma me saca del apuro.

La última vez que me pasó fue en la consulta previa a la histeroscopia. En principio, el trámite era sencillo: el doctor tomaría nota de los datos más relevantes de mi historial médico, me explicaría los detalles de la prueba y me daría cita para realizarla. La realidad, claro, fue mucho más terrible.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Ácido fólico y abortos de repetición

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Nunca olvidaré el momento en que empecé a tomar el ácido fólico.

Era enero de 2014 y, hasta entonces, mi única experiencia con la maternidad era una lista larguísima de consultas médicas y pruebas que tardaría más de tres meses en completar. Me parecía que todas ellas no eran sino obstáculos, barreras que se interponían entre la maternidad y yo. Así que me aferré a aquella caja de ácido fólico como lo único constructivo que me acompañaba en ese camino que tanto me había costado iniciar.

A pesar de ello, la manera en que los médicos se referían al ácido fólico me resultaba ridícula. Recuerdo cómo nuestra doctora, cuando repasábamos la medicación que tenía que tomarme, siempre lo recitaba como un medicamento más. Así aparecía también en los papeles con las instrucciones por escrito que nos daban con cada ciclo. Y si alguna vez se me olvidaba recordarle que entre mis pastillas se encontraba el ácido fólico, apenas disimulaba las ganas de saltar sobre mi yugular.

Y no es que yo no supiera para qué sirve el ácido fólico, no es que no reconociera su importancia en el desarrollo óptimo del embrión. Había leído todo lo que tenía que leer sobre él, estaba concienciadísima sobre sus beneficios y lo tomaba con alegría y responsabilidad. Pero también tenía claro que, al fin y al cabo, el ácido fólico no son más que vitaminas: vitaminas particularmente abundantes en una dieta rica en vegetales que, como suplementos, han estado ausentes de la dieta de las mujeres embarazadas durante la mayor parte de la Historia, sin que por ello hayamos sufrido una hecatombe como especie.

Así que la idolatría que generaba en los médicos no me parecía más que un fetiche.

Con el tiempo, no obstante, he llegado a descubrir que, en determinadas circunstancias, el ácido fólico es, de hecho, un medicamento.