domingo, 27 de mayo de 2018

Nuestro expediente de adopción cumple tres años


Mayo, el mes en el que empieza todo, nos ha traído esta vez el tercer aniversario de nuestro expediente de adopción. Parece mentira, pero hace ya tres años que comenzamos nuestro primer embarazo burocrático, y aquí seguimos, expectantes, atentas a lo que el futuro quiera depararnos.

Este año también ha sido muy diferente al anterior. Es curioso cómo, a veces, lo malo llama a lo malo, y lo bueno llama a lo bueno. Y es que, si bien el segundo año de nuestra aventura adoptiva, completamente yermo en cuanto a avances en la lista, coincidió con un durísimo tercer aborto, que trajo consigo una intensa peregrinación médica y la certeza, cada vez más fuerte, de que nos acercábamos al final del camino y de que, tal vez, no podría ser; en este tercer año hemos disfrutado, ¡por fin!, de nuestro deseado embarazo junto con una generosa ración de buenas noticias respecto al proceso de adopción: el mismo día en que nos confirmaban la beta positiva, tenía lugar la tan ansiada cuarta reunión informativa y, a lo largo del año, se han celebrado dos reuniones más. En total, la lista ha avanzado en 135 expedientes y ya nos quedan menos de 200 para que llegue nuestro turno. 

No me canso de decirlo, pero, para mí, la adopción nunca ha sido un plan B: siempre ha sido un plan tan A como el embarazo. En este sentido, recuerdo una conversación que tuve este verano, en la que hablaba con nuestra cuñada de lo bien que nos vendría una mejora en nuestra situación laboral:

–También de cara a la adopción –le decía yo.
–¿Qué adopción?
–La adopción, la adopción nacional. ¿No os lo habíamos contado...?
–¡Ah, sí, claro! Pero pensaba que, con el embarazo, eso ya lo habíais olvidado.

Pues no, no lo hemos olvidado. Porque eso, la posibilidad de adoptar, fue mi tabla de salvación durante el duelo genético, el impulso que necesitábamos para decidirnos por la adopción de embriones, una esperanza repentina que iluminó nuestro proyecto de familia, guiándonos hacia lo que realmente queríamos y no habíamos sabido elegir. Eso, apenas una posibilidad, hace que hoy podamos disfrutar de la familia que hemos creado sabiendo que es perfecta para nosotras, a pesar de que la adopción de embriones sea un camino absolutamente marginal entre las mujeres lesbianas. 

De hecho, ni siquiera mi embarazo habría sido igual sin el horizonte de la adopción. A cada paso que daba mi cuerpo, yo no podía evitar pensar en cómo lo viviría una mujer que fuera a dar a su hijo en adopción. ¿Cómo será mirar tu tripa y decidir que la criatura que alberga no se quede contigo? ¿Cómo enfrentarse a los rigores del embarazo, a las pruebas médicas, a la exigencia de cuidarse, cuando no deseas vivir ese proceso en tu cuerpo? ¿Qué monstruos no poblarán tu posparto bajo el yugo de unas hormonas que no entienden que ese bebé no estaba destinado a ser tu hijo? 

Mi experiencia me sugiere, una vez más, que se trata de una vivencia llena de ambivalencia. ¿De qué manera no sobrecogerse ante la primera contracción, ante la primera patada? ¿Cómo evitar, siquiera, cierta curiosidad por lo que ocurre bajo tus costillas? ¡Imposible! Tiene que ser una vivencia tremendamente compleja: esa historia de la mala mujer que abandona a su hijo no es más que una simplificación cruel e injusta.

Así que, para mí, haber podido vivir un embarazo no solo no me aleja de la adopción, sino que me acerca a ella desde la empatía de saber lo que es gestar, lo que es parir, y no acercarme siquiera a imaginar lo que es dar un bebé en adopción. Y digo un bebé porque, en la Comunidad de Madrid, la mayoría de las adopciones son fruto de renuncias hospitalarias, es decir, de mujeres que dejaron a su bebé en el hospital tras dar a luz.

Lo cierto es que, durante el embarazo, no dejé de tener en mente nuestro expediente de adopción ni un solo momento, ni tampoco lo hago ahora que nuestra hija ya ha nacido. Para mí, esa posibilidad forma parte de nuestra familia desde hace tres años, y por eso me gusta dedicar este aniversario a recordarlo, a darle el espacio que se merece en nuestra vida.


Hoy creo, sin embargo, que mis cálculos iniciales estaban equivocados: pensaba que en cuatro o cinco años culminaríamos el proceso, y ahora me parece que la cifra estará más cerca de los seis. No importa, mientras siga siendo posible. Y, si algún día deja de serlo, importará, por supuesto, pero no por ello dejaremos de considerar esta espera como un preciado tesoro que guardar para siempre en nuestro corazón.

Aunque yo creo que vendrás, pequeño :)

Por eso, cada año me empeño en celebrar esta fecha, para que nunca dudes de lo mucho que te pensamos, lo mucho que te esperamos y lo muchísimo que te quisimos, tantos años antes de que dejaras de ser lo que todavía eres: una hermosa posibilidad.

domingo, 20 de mayo de 2018

El Simulacro

Me desperté a las seis de la mañana con un dolor abdominal intenso que iba y venía. Abrí un ojo para mirar la hora y lo volví a cerrar. Cuando el dolor regresó, miré el reloj otra vez. Así hasta que comprobé que el intervalo no llegaba a los cinco minutos. "Estoy de parto", me dije. Por un instante, sentí miedo; pero, inmediatamente, pensé: "Mi hija va a nacer". Y me sentí feliz. Intenté tranquilizarme y seguir durmiendo, con la idea de descansar todo lo posible y coger fuerzas para lo que imaginaba que vendría después.

No aguanté demasiado. El dolor era muy intenso y decidí que me convenía más moverme, dinamizar mi cuerpo para que se fuera relajando y no entorpeciera el paso del bebé. Me senté al borde de la cama, abrí bien las piernas y me eché hacia delante, tal y como nos había enseñado la matrona durante el curso. Alma se despertó al poco rato. "Creo que estoy de parto", le dije. Y sonreí. Algo dentro de mí se sentía plenamente satisfecho: a pesar del reposo y la progesterona, a pesar de la desconfianza que regresaba, estaba ocurriendo lo que yo había predicho. Mi cuerpo sabía parir.

Deambulé por la casa, probé varias posturas, siempre buscando la expansión de mi cuerpo. El dolor se volvía más intenso y las contracciones eran cada vez más contundentes. Por momentos, el miedo regresaba, pero yo procuraba atajarlo recordándome que aquello era lo mejor que podía pasar, que todo iba bien. Como la luz me resultaba muy molesta, mantuvimos las persianas bajadas para que las habitaciones estuvieran en penumbra. Y aunque había planeado pasar la dilatación escuchando música relajante, descubrí que el ruido también me perturbaba, que prefería el silencio. 

Alma se duchó y empezó a preparar la bolsa. Apenas unos días antes había estado haciendo una lista con lo que quería que nos llevásemos. No me gustaba la idea de tener las cosas en la maleta hechas un gurruño, porque todavía estaba de 36 semanas y no sabía cuándo me pondría de parto. Lo que sí veía  claro es que, llegado el momento, necesitaría centrarme en mi cuerpo, así que preferí hacer una lista y que fuera ella quien se ocupara de cogerlo todo.

Pasaban las horas y, aunque al principio no había querido desayunar, terminé forzándome a comer un sándwich, siempre con el pensamiento de que me esperaba un desgaste ingente que no podría enfrentar en ayunas. Llevaba todo el embarazo, además, preocupándome por cómo evitar las hipoglucemias durante el parto, así que no podía arriesgarme ahora que parecía que el momento había llegado. Y, aunque no conseguí terminármelo, de alguna manera ayudó a que el estómago se asentara.

Porque el caso es que me dolía el estómago. O, más bien, me dolía en algún lugar indefinido, perdido entre mis intestinos desplazados, pero reflejado en mi ombligo. Y eso me mosqueaba. Muy a mi pesar, notaba cierto desfase entre el dolor intermitente y las contracciones. A veces, coincidían; a veces, no. Y, en cualquier caso, no me esperaba que el dolor de parto fuera así, tan parecido a una indigestión. Lo que no podía negar es que había un dolor intermitente y había unas contracciones. Si no era el parto, ¿qué otra cosa podía ser?

Cuando salí de la ducha, entendí que mucho tenían que cambiar las cosas para que aquel día naciera nuestra hija. El dolor y las contracciones habían alcanzado un pico y, desde entonces, estaban disminuyendo. La ducha, concretamente, me relajó muchísimo, y ya habían pasado casi seis horas desde que todo empezó, tiempo suficiente para que el parto hubiera avanzado hasta el punto de resultar indiscutible.

Entonces, ¿qué hacíamos? ¿Nos íbamos al hospital, cuando, con toda probabilidad, nos mandarían de vuelta a casa? Pero, ¿y si estaba de parto aunque a mí no me lo pareciera? Había escuchado tantas historias de partos que no lo parecen... ¿Y si también era mi caso? Al final, decidimos ir a urgencias porque, al fin y al cabo, el dolor estaba ahí y las contracciones estaban ahí. Algo pasaba.

Esta vez, sin embargo, no fuimos a nuestro hospital de siempre. Esta vez fuimos a Hospital Elegido: el lugar donde, después de mucho informarme, deseaba dar a luz. Quería vivir un parto respetado, confiar en que no sufriría episodios de violencia obstétrica, que mi voluntad sería tenida en cuenta en todo momento y que recibiría un trato humano. En resumen, lo que cualquiera esperaría al ser atendida durante un parto aunque, desgraciadamente, la mayoría de las veces no sea así.

En urgencias nos valoraron de manera inmediata, una de las primeras diferencias que notamos entre Hospital Elegido y nuestro hospital, donde habríamos tenido que esperar como cualquier otro paciente. Después, nos sentamos un rato en unos sillones, hasta que vino un celador para acompañarnos a Ginecología. Allí pasamos otro rato en una sala de espera y, a continuación, una matrona me puso los monitores. Esta fue otra diferencia importante, pues me enchufaron a la máquina sentada en un sillón, no tumbada en una camilla. Y fue algo que agradecí muchísimo, ya que las camillas me resultaban muy estrechas para andar maniobrando con la tripa: el simple hecho de recostarse a mí me parecía toda una odisea.

Durante la hora que pasé en los monitores me terminó de quedar claro que de parto no estaba. Tenía muchísimas contracciones, algunas muy fuertes, las más fuertes que había registrado hasta el momento; pero no eran rítmicas ni coincidían, la mayor parte de las veces, con el dolor intermitente. La matrona, por si acaso, me hizo un tacto (un procedimiento odioso que, sin embargo, llevó a cabo con sumo cuidado), y confirmó que mi cuello del útero estaba todavía muy alto, por lo que no parecía que el parto fuera a desencadenarse ni siquiera en los días siguientes.

Ante mi pregunta de por qué tenía, entonces, tantísimas contracciones, me explicó que, cuando se sufren indigestiones y otros procesos parecidos, el útero suele irritarse. Para mí, esta explicación fue muy importante, ya que me daba mucha vergüenza la posibilidad de estar somatizando, debido al miedo recién estrenado a no ponerme nunca de parto.

Todo este protocolo fue diferente al que nos aplicaron en nuestro hospital la primera vez que fuimos a urgencias, ya que, por ejemplo, en ningún momento me midieron el cuello del útero. No sé si la diferencia tiene que ver con que ya estaba casi a término (al día siguiente cumplía las 37 semanas), o con que, en Hospital Elegido, las matronas parecen tener un protagonismo mayor. Y digo esto porque, en nuestro hospital, fueron dos ginecólogas quienes valoraron mi caso; mientras que, en Hospital Elegido, yo ya sabía que no estaba de parto antes de ver a ninguna ginecóloga.

No obstante, al final pasamos a consulta con una. Ella me preguntó si quería dar a luz en ese hospital, ya que no era nuestro hospital de referencia, y le dije que sí. Así que aprovechó para abrirnos una ficha y tomar nota de todos los datos del embarazo; lo cual, y teniendo en cuenta mi historial, nos llevó un buen rato. Como me faltaban los resultados de la prueba del estreptococo porque me habían tomado la muestra en la última consulta, me propuso repetirla por si acaso no me daba tiempo a que me los dieran en nuestro hospital. A mí me pareció una idea estupenda porque así me quedaba mucho más tranquila, y hasta me hizo ilusión que me hicieran ya una prueba allí.

Volvimos a casa contentas: no estaba de parto, pero El Simulacro había servido para practicar la salida de casa, conocer Hospital Elegido y que me abrieran una ficha para cuando verdaderamente fuera el día. No obstante, fue una experiencia agotadora, así que aquella tarde decidimos faltar a la última clase del curso de Educación Maternal, esa en la que nuestra matrona habló sobre el expulsivo y la lactancia. ¡Ag!

domingo, 13 de mayo de 2018

La tripa crece (semanas 33 a 36)


Cuanto más tiempo pasa, más extraño me parece hablar del embarazo. Miro las fotos de la tripa y mi cuerpo me resulta ajeno, como si esa no fuera yo. Y no termino de entender por qué me pasa. Como últimamente el cerebro me funciona a medio gas, me quedo con la idea de que fueron muchos años luchando por algo que duró tan solo unos meses, que se hizo largo por momentos pero que, una vez concluido, parece haber pasado en un abrir y cerrar de ojos.

Las semanas que ahora comento fueron mucho más positivas que las anteriores. De pronto, el embarazo pareció encarrilarse y coger velocidad. Cada día dejó de ser una agonía y yo volví a recuperar un poco de la fuerza y el ánimo perdidos... aunque la seguridad en mí misma sufriera nuevos varapalos.

Para empezar, la semana 33 me sorprendió con una notable mejoría en las contracciones. Después de quince días de reposo relativo y progesterona, por fin dejé de sentirlas cada hora y empecé a estar cómoda sentada o de pie durante periodos más largos. Quiero hacer hincapié en esto por si alguien que me lee pasa por algo parecido: la progesterona y el reposo no obran milagros. Funcionan, pero no de la manera inmediata en que lo harían otras medicaciones más fuertes, así que hay que tener paciencia. Lo cual es muy fácil de decir a toro pasado, pero prácticamente imposible de cumplir en el momento (!).

En cuanto alcancé la semana 34, me quedé mucho más tranquila: esas semanas críticas sobre las que me había advertido mi ginecóloga (que fueron la causa principal del reposo) habían pasado. Las perspectivas de un parto prematuro eran mucho más halagüeñas, y aunque yo esperaba llegar, al menos, a la semana 36, me conformé con haber conjurado el mayor peligro.

No obstante, seguía convencida de que el parto se adelantaría. De hecho, me convencí mucho más cuando empecé a notar un nuevo síntoma que me acompañaría hasta el último día: los dichosos calambres en la ingles. Sentí el primero justamente el día que cumplía las 34, y casi me desmayo del dolor y del susto. Después supe que, con toda probabilidad, eran la consecuencia de que la pequeña se estuviera encajando en el canal del parto, pues algunos bebés se toman su tiempo para hacerlo, y la mía estaba entre ellos.

En esta semana tuvimos una nueva ecografía de control. Para mí había sido como una línea de meta imaginaria que, durante las semanas de reposo, me parecía imposible llegar a cruzar. Lo que no me esperaba recibir, una vez alcanzada, era algo tan diferente a la tan esperada enhorabuena.

La ginecóloga empezó preguntándome qué tal me encontraba y yo le comenté mi mejoría con respecto a las primeras semanas de reposo, que tan duras me habían parecido.

–¡Pero tampoco habrás estado todo el día tumbada...!

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