domingo, 9 de febrero de 2014

Celebrarme



Cuando era más jovencita, admiraba en algunas personas de mi misma edad la capacidad que tenían para celebrarse: para convertir sus fechas importantes, como el cumpleaños, en un día especial. Me gustaba que tuvieran el detalle de preparar un bizcocho o una tarta, que organizaran una cena o una comida en su casa. Envidiaba el reconocimiento que recibían, la sensación de fiesta que generaban. Me daba cuenta de cómo un pequeño gesto conseguía poner en marcha toda una marea de buenas sensaciones, de alegría. Entendía que lo que recibían a cambio era mucho más de lo que daban, y mucho más de lo que yo me atrevía a desear.

Por aquel entonces, todavía era incapaz de celebrarme. Mantenía la intuición infantil de que son los otros quienes convierten tus días en especiales, los otros quienes organizan tus cumpleaños, los otros quienes se acuerdan de felicitarte o de hacerte un regalo. Aún sentía un pudor inmaduro hacia cualquier forma de autofestejo, temiendo que fuera interpretado como una imposición o exigencia, o bien como una expresión de mi egocentrismo. Y todo ello a pesar de tener la certeza de que la misma acción realizada por las personas que me rodeaban no era interpretada más que como una invitación generosa a la fiesta.

Poco a poco y muy lentamente, he ido adquiriendo la capacidad de celebrarme. He aprendido a organizar mis cumpleaños, a preparar comidas y cenas en mi casa, a sorprender a quienes me rodean con dulces en los días especiales. Si bien todavía estoy lejos de los detalles que admiro y de otros que se me han ido ocurriendo, me siento ya instalada en una sólida rutina de celebraciones autogestionadas. Y me he dado cuenta de que esta capacidad se apoya en dos actitudes que, aunque para mí siempre han tenido importancia, no he sido capaz de desarrollar sino con los años. 

   
La primera es la generosidad de quien invita, de quien organiza, de quien subraya una fecha y agradece de antemano cualquier felicitación o regalo. La misma generosidad que ya observaba en aquellas personas que sabían celebrarse, un dar para recibir dinámico que, entre aquellos que se quieren y que desean vincularse, reactiva el ciclo del cariño, del reconocimiento mutuo, del espacio compartido, de las anécdotas y de los recuerdos comunes.

La otra es el control sobre lo que para cada uno es importante. No se trata de obligar a nadie a nada, sino de responsabilizarse sobre el propio bienestar, sin cargar en los demás el peso de una felicidad cuya raíz última reside en nosotros mismos. Saber que, quienes deseen celebrarnos, compartirse con nosotros, tendrán la ocasión y el espacio para hacerlo. Saber también que, en último término, contaremos siempre con nuestra propia felicitación: el reconocimiento de la única persona verdaderamente imprescindible y presente en nuestra vida.

Lejos de ser un acto de egocentrismo, como llegué a temer en otro tiempo, hoy vivo el autofestejo como un acto de apertura a los demás que trae consigo múltiples beneficios colaterales.

Como endulzarme el mal trago de haber cumplido otro año.

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